Deambulaba por el desván. Buscaba algo entre los baúles apilados contra la pared. A oscuras y tanteando el pasado se acercó a uno de ellos. No era el que buscaba. Ajados recuerdos se desprendieron de su interior. Fuera llovía. El repiqueteo sonaba con fuerza. La fragancia a tierra mojada lo inundaba todo. Sus manos buscaban con ansia caricias de evocaciones pasadas. Su memoria iba de un lado a otro. Un cofre. Un baúl. Los objetos del corazón se apilaban en su interior. Seguía removiéndolo todo. Pronto lo encontraría. Entre la penumbra un brillo. Quizás el latón de un embellecedor. Avanzó hasta quedar a su altura. Una caja nueva reposaba encima. Se quedó mirándolo. Oscuridad absoluta. Apenas unos reflejos azulados. Un par de brillos. Un aldabón que se asomaba entre la capa del olvido.
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Se rascó la nariz. El polvo comenzaba a penetrarle. Pronto sería un revoltijo de estornudos. Palpó la caja nueva hasta encontrar el borde inferior, probó a moverla y se dio cuenta que podía con ella. Tan sólo eran nuevos conceptos. Nuevos momentos que aún estaban frescos. La dejó a un lado y se volvió para contemplarlo. Allí estaba. Seguro que era el que había estado buscando. Una nube de polvo se sentía en el ambiente. Fuera, la lluvia arreciaba con fuerza. Se agachó y pasó sus manos delicadamente sobre la cerradura, que cedió sin problemas. No había candado. Nunca había estado cerrado. Levantó la tapa un poco. Apenas una rendija. Una herida abierta por la que dejar escapar el perfume que atesoraba en su interior. Olores de la infancia le asaltaron. Un escalofrío le recorrió la espalda. Cerró los ojos y sonrió. Aspiró con fuerza y se dejó llevar en un viaje retrospectivo. Sus ojos se humedecieron. Se había quedado en una acción dubitativa. Más cerrado que abierto. Su vacilante gesto se decidió. Avanzó y lo abrió de una vez.
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Se rascó la nariz. El polvo comenzaba a penetrarle. Pronto sería un revoltijo de estornudos. Palpó la caja nueva hasta encontrar el borde inferior, probó a moverla y se dio cuenta que podía con ella. Tan sólo eran nuevos conceptos. Nuevos momentos que aún estaban frescos. La dejó a un lado y se volvió para contemplarlo. Allí estaba. Seguro que era el que había estado buscando. Una nube de polvo se sentía en el ambiente. Fuera, la lluvia arreciaba con fuerza. Se agachó y pasó sus manos delicadamente sobre la cerradura, que cedió sin problemas. No había candado. Nunca había estado cerrado. Levantó la tapa un poco. Apenas una rendija. Una herida abierta por la que dejar escapar el perfume que atesoraba en su interior. Olores de la infancia le asaltaron. Un escalofrío le recorrió la espalda. Cerró los ojos y sonrió. Aspiró con fuerza y se dejó llevar en un viaje retrospectivo. Sus ojos se humedecieron. Se había quedado en una acción dubitativa. Más cerrado que abierto. Su vacilante gesto se decidió. Avanzó y lo abrió de una vez.
Oscuridad. Penumbra. La escasa luz comenzó a penetrar en su interior y a modelar figuras. Y allí estaba. En un rincón, latente a la espera de su llegada, permanecía inmóvil. Seguía como el primer día. Momentos de una tarde de otoño acudieron a su cabeza. Lo cogió y lo observó con atención. Delicadamente. Contemplándolo como si fuera la primera vez que lo veía. Lo palpó con todo el cariño del mundo. Lo acarició como si de un añorado tesoro se tratara. La correa negra seguía abrazada a la hebilla. Lo levantó a la altura de los ojos para ver si funcionaba. Los dígitos marcaban la hora pesadamente. Casi transparentes. Una hora que nunca pasaba. Un momento congelado en el tiempo. Sonrío emocionado. Las imágenes acudían como una cinta tintada de color sepia. Ese reloj significaba mucho para él.
De pronto una luz atravesó el desván. Hubiera jurado que era un relámpago. Un rayo tal vez. La lluvia no dejaba de tamborilear el tejado. El resplandor quedó patente en el desordenado desván. Parecía que ahora se veía con claridad. Tenía el reloj entre las manos cuando una vieja película comenzó a proyectarse en la pared. Imágenes en movimiento cabalgando entre saltos. Sonrió. Recordaba aquellos momentos. Era una tarde de otoño. No hacía frío aún. Esta ciudad tenía un verano generoso. Como diapositivas fugaces, las imágenes iban pasando ante sus atónitos ojos. Sus recuerdos se proyectaron sobre la pared del desván. Sin darse cuenta, una lágrima empezó a descender por su mejilla. Apretó con fuerza el reloj. Un coche blanco lo llevaba. Lo había reconocido. Un Opel Kadett. Lo recordaba perfectamente. Sonrío. En aquella época era uno de los últimos modelos. Bajaron en el centro. Dos figuras. La suya propia y la de un hombre alto, corpulento y fuerte. Tío y sobrino. Un paseo por el corazón de la ciudad. Merienda. Recreativos de Sierpes. Un juego de coches. Y por último, Cuna. La calle de los niños huérfanos. Una relojería antigua con últimos modelos. La sorpresa final. La traca de artificios coloridos resumida en aquel reloj. No se lo podía creer. Su tío le sonrió. Una sonrisa atrapada en su sempiterna barba. Transacción realizada. En el silencio del desván la lluvia chocaba con violencia. Entre baúles observaba cómo salían de la tienda y se ajustaba el reloj. El mismo reloj que ahora tenía entre las manos. Agotado de tanto marcar el tiempo. Y entonces se vio. Y vio a su tío. Y observó cómo le se agachaba junto a él y ponían la hora adecuada. Estampa cerrada junto al Palacio de la Condesa de Lebrija. Una sonrisa y la vuelta a casa. Mano en las marchas. Tercera, cuarta y quinta. Las postrimerías de la tarde teñían de rojo anaranjado el nacimiento de la noche. Llegada a casa. Aquel niño no olvidaría jamás esa tarde. Aquel niño, que ahora era hombre, cerraba con fuerza la mano. En ella, el reloj de la calle Cuna había vuelto atrás. Proyectaba imágenes en la pared del oscuro desván. Fuera la lluvia seguía tamborileando. Y de pronto saltó la imagen. De nuevo oscuridad. Silencio. Solo llueve. Un golpe rítmico.
De pronto una luz atravesó el desván. Hubiera jurado que era un relámpago. Un rayo tal vez. La lluvia no dejaba de tamborilear el tejado. El resplandor quedó patente en el desordenado desván. Parecía que ahora se veía con claridad. Tenía el reloj entre las manos cuando una vieja película comenzó a proyectarse en la pared. Imágenes en movimiento cabalgando entre saltos. Sonrió. Recordaba aquellos momentos. Era una tarde de otoño. No hacía frío aún. Esta ciudad tenía un verano generoso. Como diapositivas fugaces, las imágenes iban pasando ante sus atónitos ojos. Sus recuerdos se proyectaron sobre la pared del desván. Sin darse cuenta, una lágrima empezó a descender por su mejilla. Apretó con fuerza el reloj. Un coche blanco lo llevaba. Lo había reconocido. Un Opel Kadett. Lo recordaba perfectamente. Sonrío. En aquella época era uno de los últimos modelos. Bajaron en el centro. Dos figuras. La suya propia y la de un hombre alto, corpulento y fuerte. Tío y sobrino. Un paseo por el corazón de la ciudad. Merienda. Recreativos de Sierpes. Un juego de coches. Y por último, Cuna. La calle de los niños huérfanos. Una relojería antigua con últimos modelos. La sorpresa final. La traca de artificios coloridos resumida en aquel reloj. No se lo podía creer. Su tío le sonrió. Una sonrisa atrapada en su sempiterna barba. Transacción realizada. En el silencio del desván la lluvia chocaba con violencia. Entre baúles observaba cómo salían de la tienda y se ajustaba el reloj. El mismo reloj que ahora tenía entre las manos. Agotado de tanto marcar el tiempo. Y entonces se vio. Y vio a su tío. Y observó cómo le se agachaba junto a él y ponían la hora adecuada. Estampa cerrada junto al Palacio de la Condesa de Lebrija. Una sonrisa y la vuelta a casa. Mano en las marchas. Tercera, cuarta y quinta. Las postrimerías de la tarde teñían de rojo anaranjado el nacimiento de la noche. Llegada a casa. Aquel niño no olvidaría jamás esa tarde. Aquel niño, que ahora era hombre, cerraba con fuerza la mano. En ella, el reloj de la calle Cuna había vuelto atrás. Proyectaba imágenes en la pared del oscuro desván. Fuera la lluvia seguía tamborileando. Y de pronto saltó la imagen. De nuevo oscuridad. Silencio. Solo llueve. Un golpe rítmico.
A tientas buscó el cofre que había abierto. Sus ojos se fueron adaptando de nuevo a la ausencia de luz. Seguía lloviendo. Se ciñó el reloj en la muñeca y comenzó a rebuscar en el fondo de la memoria. Había más cosas. El cofre contenía más estampas inolvidables. Una sucesión de imágenes grabadas a fuego. Y entonces ya todo fue un desfilar de recuerdos. Y allí encontró el costal. Y la faja. Una visión de las tardes del Sábado Santo. Una llaga bajo la morcilla. Entrando a la derecha. Imágenes en blanco y negro de un cuarto de soltero. Aquel pasillo largo. Pesas y halterofilia. Seguía lloviendo. Tras remover varias postales del pasado apareció la caja. En un rincón. Casi en fianchetto. Como él le había enseñado. Le pasó la mano por encima y la acarició. Recordaba ese regalo. Justo debajo reposaba el tablero. Cuadros blanquinegros. Cogió aquella caja y la observó detenidamente. La posó en su regazo mientras se dejaba llevar por el momento que se la dio. El polvo la había cubierto. Le pasó la mano por encima para quitarle la fina capa del tiempo. Estaba como el primer día. Deslizó la tapadera hacia atrás y dejó ver el interior. Dos ejércitos se apiñaban como balas de cañón. Jinetes, soldados, obispos, torres, reinas y reyes. Todos esperando que se librara la batalla. Inmortales al paso del tiempo. Su primer ajedrez. Sonrió. Una sonrisa algo melancólica. Volvió a cerrar la caja y esperó unos segundos. Inmóvil. Recordando. Tan sólo él y la lluvia. Su respiración y el repiqueteo incansable del agua. Colocó la caja donde estaba. Observó de nuevo el reloj, ceñido ahora sobre su muñeca. De pronto un sonido agudo. La tenue luz que quedaba titilaba. Se asfixiaba. El sonido comenzó a ser más fuerte. Se acercaba. Miró a un lado y otro. El desván comenzaba a moverse. Comenzaba a deshacerse. El ruido se hacía ensordecedor. Avanzaba. Lo rodeaba. Ya no se escuchaba llover. Las paredes se habían desvanecido. Los baúles y cofres se volatilizaban. Se llevó su mano rápidamente a la muñeca. Todo estaba ocurriendo en cuestión de segundos. Lo que dura un suspiro contenido. Había desaparecido todo. Solo persistía ese agudo sonido. Asió con fuerza el reloj y lo miró. Entonces la imagen se borró y desapareció.
Abrió los ojos. El despertador no dejaba de sonar. Alargó la mano sin control. Dando palmetazos de un lado a otro. En su camino dejó caer varias cosas de la mesita de noche. Caídas diarias en el recorrido matutino. Al fin el despertador. Se acabó. Ya no suena más. Se incorporó aturdido. Recordaba el sueño del desván. Era curioso, pues él no tenía desván. Había sido un paseo retrospectivo. Estampas salteadas con el presente. Y el reloj. Ese reloj. Aún medio dormido pasó la mano por los tiradores de la mesita. Llegó al tercer cajón y tiró de él. Palpó en su interior y sacó aquel regalo de su infancia. Sacó toda una tarde inolvidable en la calle Sierpes. Sonrió. Era temprano. Volvió a guardar el reloj y se levantó. Cuando el sol se estiraba en el este, descolgó el teléfono y marcó:
Para mi querido Tato...
23 comentarios:
Queridos amigos, siento mi ausencia en estos días pero estoy bastante liado, por ese motivo actualizo y entro en vuestros blogs con menos asiduidad. Sin embargo, eso no significa que no os lea, pues lo hago, pero no siempre tengo tiempo de dejar comentarios.
Gracias y un fuerte abrazo a todos.
No tienes que disculparte amigo aguao... ademas nos has regalado un texto precioso.
Un abrazo y acuerdate de pasarte mañana por la tarde (si puedes) por mi nuevo blog... te dejo la direccion:
http://devocionesolvidadas.blogspot.com
Precioso, de verdad que me ha encantado. Yo tampoco tengo desván con baúles, una pena, es muy literario… hay que tener los recuerdos en otros lugares. Por cierto, como me gusta fijarme en lo nimio, me he identificado mucho con el despertar, sobre todo por la cantidad de cosas que tiro intentando apagar el despertador o encendiendo la radio.
Kisses
Lo que yo daría por ver la cara de nuestro querido Tabernero...
Magnífico.
Un abrazo.
Me ha recordao la entrada a cuando de pequeño me subia en el soberao de casa de mi abuela a trastear y a pasar las horas muertas sacando tiestos y tiestos...
Precioso detalle miarma.Bonito de verdá, ya verá Tato cuando lo lea la alegria que se lleva.
Un saludasso.
Jaque mate. Touché. El enroque hecho añicos. El corazón de su majestad dulcemente atravesado por una ardiente saeta de ternura. Mortal de necesidad. La ternura, genuina e intacta varios lustros después, de un chiquillo de ocho años. Regordete, simpático, hábil imitador, payasete empedernido, permanente traficante de sonrisas, cariñoso, besucón. Agradecido hasta la exageración y generoso hasta la ausencia de sí mismo.
Ya es un hombre. No es regordete. Ni tiene ocho años. Pero el resto permanece. Mejorando. Madurando entre las duelas del tiempo. Suavizando y redodeando las asperezas como un buen vino. Añadiendo grises al blanco y negro de la niñez.
Gracias por compartir lo que aquellos días no supe. Por sentir como extraordinarios algunos de los escasos momentos que mis prolongadas ausencias nos permitió. Gracias.
Un beso y un fuerte abrazo
Postdatas varias: Un poema, querida Glauca, un poema. Más viejo y más canas que aquel Tato del que habla nuestro querido aguaó. Y sí, Moe. Un hermoso regalo saber que uno habita en el recuerdo de los seres queridos. Aunque vistiendo bastante más méritos de los que uno tiene. Bendito cariño que altera las percepciones.
Un texto bastante "currao" amigo Aguaó. Algo normal cuando quieres hablar de sentimientos y vivencias. Supongo que el niño de 8 años eres tú, y que Er Tato debe ser alguien de tu familia, pero no uno más.
Un abrazo amigo
Todo lo que se quiere, se sueña.
Un abrazo.
Qué bonito regalo. Los recuerdos de esos tiempos también lo son: regalos. No sólo nos traen de vuelta imágenes, ecos, sensaciones; nos devuelven el capricho de volver a estar llenos de ilusión, ternura e inocencia, como Amélie... : )
Gracias Aguaó, esta entrada me ha llegado especialmente. Muchos besos, Ana.
Fenomenal narración llena de recuerdos y anécdotas, me encantó!
Un gran abrazo y te veo por el mundo de las cosas más pequeñitas!!
Que hermosura de texto, no hay nada mas bonito que saber expresar un recuerdo, todos lo hemos compartido y lo hemos vivido, y que seas capaz de escribirle algo tan sentido es todavía mas hermoso, y mas viniendo de tí.
Me alegro por el Tato, me alegro mucho de verdad.
Muchas gracias amigo Iván. Tu nuevo blog me parece extraordinario.
Querida Gata, ese desván que aparece en el texto, es el lugar de nuestra cabeza donde se apilan los recuerdos. Todos almacenados en la zona más alta. Y sí, el despertar es un momento de desconcierto hasta encontrar el reloj.
Muchísimas gracias amiga Glauca. Y por cierto... te ha respondido él mismo.
Amigo Moe, ¿hay algo más rancio que un soberao?, ¡gran palabra que cada vez se usa menos!
Amigo Moris, lo has 'clavao': Er Tato debe ser alguien de tu familia, pero no uno más. Efectivamente... no es uno más simplemente.
Amigo Lacava, tus palabras llevan mucha verdad.
Gracias a ti querida Ana. Me alegro muchísimo que te haya gustado. Los recuerdos sirven como un paseo retrospectivo, que no siempre es agradable, pero cuando son buenos momentos los evocados, es una sensación increíble.
Gracias amigo Andrés, allí te veré.
Muchísimas gracias amiga Dama. Lo único que he hecho es describir lo que mi memoria me traía. Por cierto, quizás no venga mucho al tema, pero tenía que decírtelo, ayer me acordé mucho de ti cuando Juande conseguía el primer gol del Real Betis. Estoy seguro que te pusiste y estás muy contenta.
Queridísimo Tato... me has dejado sin palabras con tu descripción. Y emocionado. Tremendamente emocionado. Gracias por todo.
Un fuerte abrazo a todos.
Precioso como siempre. Un homenaje brillante que emociona a cualquiera que lo lea. Felicidades por la entrada, felicidades también al Tato por tener una gran amigo como Ramsés. Un fuerte abrazo a todos.
Hay texto que merecen una segunda lectura y esta es la mejor hora.
Sin duda es admirable tanto poder escribir una entrada así como tener una amistad tan grande que inspire dicha entrada.
Felicidades a ambos.
Desde que lo empecé a leer,me enganché..Fuera llovía. El repiqueteo sonaba con fuerza. La fragancia a tierra mojada lo inundaba todo. Sus manos buscaban con ansia caricias de evocaciones pasadas. Su memoria iba de un lado a otro. Un cofre. Un baúl....
(De verdad,es precioso)
Y encima música para acompañar,chico..Sin palabras,De verdad,de la buena.
Un saludo.
Felicidades. Cómo siempre, eres de pluma fácil y sabes dar en el blanco de las sensaciones. Mis recuerdos están tan lejos, que ya muchas veces ni los recuerdo.
Enhorabuena, de nuevo. Y ya sabes... a seguir adelante.
Un abrazo
Los recuerdos de la niñez es el tesoro mejor guardado que existe hoy en dia.
Pasese usted por mi nuevo blog de musica que creo le encantara.Se llama bohemiam.
La Canina seguirá cavilando ......
Amigo fácil de beber, como agua fresca después de una caminata de verano, reparador, magnífico.
1BESO.
Para tener poco tiempo escribes que no te veas, escribes y describes una situación física y mental que sin problemas podría formar parte de las páginas de cualquier novela histórica de las que hay en las librerías y biblotecas. Quiero ver un día tu libro en una de esas estanterías. Así que achucha con lo que tienes a finales de Junio que tienes trabajo para cuando termines.
;-)
Saludos
Antonio
P.D. La foto del Casio "multifunción" es genial. No todo el mundo podía tenerlo...
Muchas gracias por tus palabras amigo Híspalis.
Amigo Du Guesclin, tus palabras son un homor para mí.
Me alegro mucho que te haya gustado querida Tormenta, y bienvenida a esta tu casa, por supuesto, donde puedes volver siempre que quieras.
Querido Heródes, a veces, esos recuerdos vienen cuando menos lo esperas. Una imagen, un olor, un detalle...
Amigo Cáliz allí estaré, pero facilítame la dirección.
Muchas gracias amigo Nefer. Me alegro que te guste.
Amigo Antonio, veo muy lejos lo de escribir un libro, pero si llegase la oportunidad, os enteraríais, seguro. Y sí, el Casio Calculadora era toda una joya.
Un fuerte abrazo a todos y gracias.
Pues, amigo, no lo veas tan lejos.
Nos leemos.
Antonio
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