miércoles, 27 de abril de 2011

Cambio de collación

Como hiciera don Diego cuando se casó con Juana Pacheco, marchándose de la de San Pedro a San Miguel, cambio de collación.







Siempre quedará esta calle de La Morería...

viernes, 15 de abril de 2011

La primera vez de mi amigo Álvaro

Se abre el puesto del agua, excepcionalmente, para recoger en jarrillos de aluminio el texto que hiciera mi amigo Álvaro para el Especial de Semana Santa de Casco Antiguo. Gracias...

"La primera vez"


Sevilla es un mar de calles en el que todos tienen cabida, por eso será que cada día se acercan hasta ella más y más foráneos que vienen dispuestos a desabrocharse el alma y empaparse del olor a azahar que brota de cada plazuela al notar que asoma entre la primavera nuestra tan esperada Semana Santa.

Acción y reacción. Llegar, conocerla y enamorarte de ella, dejarte atrapar por el frasco de las esencias que se destapa en cualquier esquina durante la semana más mágica del año.

Cofradías y cofradías, calles y más calles. De este modo descubriremos que Sevilla es su centro, calle Feria rebosante de vida y de cofradías, Plaza del Salvador y Calle Cuna, estrechez en Francos y algarabía en la Alfalfa, silencio en Doña Mª Coronel, oscuridad en Sales y Ferré, recogimiento en Conde de Barajas y Cardenal Espínola.

Cofradías y más cofradías, caminatas incesantes. De este modo descubriremos también que Sevilla son sus barrios y arrabales, brisa fresca para el visitante, aires toreros por San Bernardo y marineros en Triana, aroma de ribera en el Arenal y de naranjos en Santa Cruz. Tiro de Línea, Nervión, San Pablo, Porvenir y Cerro, barrios que alejados del casco histórico tienen sello propio y son ejemplo de juventud, fuerza e ilusión.

Pero lo más importante no es el hecho de conocer y descubrir cosas nuevas, lo verdaderamente importante es redescubrir lo ya conocido, encontrando momentos que nos vuelvan a emocionar una y otra vez: la revirá de un misterio; la trasera de un palio que se difumina entre el gentío; ciriales encendidos revolviendo las esquinas; una nube de incienso; el silencio del Postigo cuando arranca una chicotá; el tañir de las campanas durante la recogida de Santa Marta; una levantá en el puente; la oscuridad de Mateos Gago un Martes Santo…

Tesoros y detalles que guardaremos en la memoria y que permanecerán con nosotros para siempre, pudiéndolos revivir cada vez que queramos con sólo cerrar los ojos.

Detalles, que aunque pequeños esconden un inmenso significado.

Detalles como aquella estampita del Cristo de San Bernardo o del Sentencia que me regalaron hace años y que siempre guardaré como oro en paño, o esa medallita de San Esteban que descansa en un rincón privilegiado de mi casa. Detalles que todos conservamos como un preciado botín que nos acercará a la Semana Santa cuando no la tengamos cerca.

La Semana Santa sevillana es un punto y aparte en la vida del cofrade, es el manantial de sentimientos que no cesa de brotar; el manantial del que merece la pena beber; del que hay que empaparse.

Un año más durante una semana, Sevilla rezará en silencio y hablará con la mirada; un año más merecerá la pena conocerlo, vivirlo y sentirlo.

miércoles, 21 de julio de 2010

Holidays

"Tengo un límite Jules, hay un tope en la cantidad de abusos que puedo aguantar, ahora mismo estoy como un coche de carreras y tu me estás forzando y sólamente digo, sólo digo que es peligroso forzar demasiado un coche de carreras, sólo éso, podría estallar."

Antes de que estalle, emigro al seno de unas necesitadas vacaciones. Tras un año complicado, en el que las Musas eran asustadas por Cronos y la Universidad volvía a mi vida, ha llegado el momento del tan deseado descanso. Marcho a Isla Cristina, donde un tabernero famoso ha abierto un chiringuito con deliciosos gin-tonics. Allí descansaré, también trabajaré y pensaré si este humilde puesto del agua merece un cambio o un cierre. Pero sobre todo, disfrutaré de mi familia, mis amigos y su compañía.



Que paséis unas felices vacaciones.

Vuestro amigo Ramsés.

sábado, 3 de julio de 2010

Mi General

Hace mucho que no escribo. El tiempo pasa y la virginidad de las ideas escritas resucita como si nunca antes hubiera sabido plasmar pensamientos sobre papel. Las divagaciones de este pobre viejo que no deja de ser joven, se pierden en el eco de la memoria, traslúcida del uso. Hoy tiene que ser distinto. Hoy tiene que ser algo especial, algo diferente, porque hoy se trata de un amigo. Voto a tal que no miento si lo esperaba sobre un jamelgo blanco, quizás con cierto toque de galán de cine, espada al cinto y armadura ceñida, antes del siglo de las luces. Mano derecha de los Trastamara y mercenario de la tierra gabacha, sin ser perro luterano, pero alquilando su espada al mejor postor, que no era otro que la alternativa al trono de un Pedro rey conocido como cruel y justiciero a la vez. No debemos engañarnos, pues sólo se trataba del personaje ficticio, el personaje real lo conocí una noche en el Vizcaíno, al despuntar lluvia en la Plaza de los Carros.


Ya hablé en una ocasión de este encuentro y no quiero repetirme. El gusano del tiempo devora los días como lo hace en los lienzos del Barroco. Mendrugos de pan duro se resecan en las historias pintadas de los genios del XVII, anunciando que la vida acaba en el beso que ofrece una pálida dama. Mi puesto del agua está seco y las palabras se evaporan con el calor de estos días. Pocos son los que pasan ya por aquí, y no les culpo, pues las cántaras yacen abandonadas al descuido temporal de un tiempo sin tiempo. Puede que vuesas mercedes me recuerden como un blog abandonado, con la imagen del cuadro que preside este rincón, o tal vez con otra, pero con una imagen al fin y al cabo. Todos tenemos sobre nosotros una imagen, o varias, que trascienden más allá del subconsciente de la persona que nos mira o nos recuerda. En la memoria de los demás podemos ser cuadros, momentos, fotografías, caricias, ciudades, perfumes o incluso palabras. Podemos ser todo con lo que nos relacionan, o todo cuanto significamos para ellos. Podemos ser un icono, un sentimiento o un objeto, o todos a la vez. Incluso podemos aumentar esa lista. Hoy tendré una imagen más de mi amigo Sergio, que aumentará la forma en la que se refleja en mi memoria.

Sergio es y será siempre mi General. Antes de conocerlo siempre me lo imaginé con armadura y luchando con espada ancha y pesada, unido en contra del monarca que revolucionó el Alcázar estéticamente. Luego llegó aquella noche lluviosa de abril y su rostro ya no sería el retrato medieval de un general francés. La ficción se retiraba con elegancia para dejar pasar la realidad de una persona más allá de la abstracción de la Historia. El pseudónimo marcaba la referencia a fuego de su futuro, pero quedaría tatuado de la misma forma que la burla socarrona y pueril reconoce las debilidades de los niños cuando la infancia es un sueño que puede aspirarse y sentirse. Du Guesclin para identificarlo ante aquél que no lo conociera en persona, pero ya siempre sería Sergio. Mi amigo Sergio. Y el tiempo pasó y todo cambió. Ya no era solo el apellido de un mercenario francés, era algo más. No sólo eran las Sevillanadas más críticas, mordaces e irónicas, ni tampoco la Historia de la Sevilla que nos muestra a través de sus ojos y su buen hacer, se convirtió en mucho más.


Mi amigo Sergio es un tío especial, y me acuerdo de él cada vez que paso por la calle Rábida y veo las columnas que forman parte de la verja que separa el parque o cuando un rojo especial suena a gloria tras gritar Freddie: “lo quiero todo”. Sergio es una llamada en el momento exacto, una colaboración de lujo cuando quieres hablar de Historia, cervecitas en el Garlochí, un historiador vestido de arquitecto, el amigo de mi primo, Las Misericordias de Santa Cruz perfumadas por el azahar de la antigua Borceguíes, el descubrimiento de última hora, “La Escuela de Atenas” de Rafael, Ester, una película de espadas y caballos, la reencarnación de un emperador romano en un cócker o el premio de un pony inesperado. Mi amigo Sergio es el punto y final de una Madrugá eterna que termina en los labios entreabiertos de la Madre de un Gitano divino. La tez morena de la Niña de San Román que deshace en Angustias el final de una noche eterna.


La nobleza hecha persona, amigo de sus amigos, la sonrisa cuando te hace falta, la mano fuerte que agarrar y que te agarra. Ese es mi amigo Sergio, que hoy dará su palabra en una alianza que le convertirá en un galán de cine comprometido.

¡Disfruta de tu día mi General!

martes, 27 de abril de 2010

F.F.de C.

"- ¡Joel!, ¿y si esta vez te quedaras?

- Salí por la puerta... no me queda ningún recuerdo.

- Vuelve y al menos inventa una despedida... finjamos que la tuvimos."


"¡Olvídate de mí!" - Michel Gondry

sábado, 10 de abril de 2010

Los momentos...

Hoy ya es mañana y no hay pasos. Siempre nos apoyamos en el mañana para no consumir el presente demasiado cuando vivimos la Semana Santa. Siempre queda un día más. Siempre tenemos la esperanza de volver a ver aparecer dos parejas de ciriales detrás de una esquina, o una nube de incienso velándonos la mirada de unas bambalinas. Hoy ya es mañana y Sevilla está vacía de cera. Ya terminó. Ya acabó. Todo pasa y todo queda. Se fue tan rápido como vino y de la misma forma que se desvanece el perfume de azahar cuando el incienso se guarda en navetas de fe. La Semana Santa es una vida que se rueda en Siete Días, una vida diferente a la que se desarrolla el resto del año. Ya lo dijo Caro Romero, "el mundo es ancho y difuso, la vida es una semana". Pero ¡qué semana! Y es así como nos encontramos, tristes y nostálgicos, todos aquellos que vivimos esta vida de Siete Días. Nos abraza la melancolía, con retales quebrados de compasión, cuando amanece un nuevo lunes, que ya no tendrá ni faldones ni varales.


A veces el final se contempla como un palio que se va. El palio se aleja lentamente y deja atrás un sabor agridulce que nos envuelve de melancolía y nostalgia. Una vez más, el tiempo se ha vuelto traicionero y nos engaña con engarces de belleza atrapados en suspiros etéreos y efímeros. El vaivén de unas bambalinas que marcan el compás de los minutos derramados en sílabas de oboe. De fondo suena la Banda de Música de Santa Ana y el bellísimo paso de María Santísima de Regla se prepara para enfilar la calle Argote de Molina. Pronto todo pasa. La quietud virtuosa deja paso al vigor sosegado. La bulla se mueve y sólo queda el rumor de lo acontecido minutos antes. Sevilla se hace y se deshace con una rapidez extraordinaria. Era Miércoles Santo, y sin embargo la 1 de la madrugada anunciaba ya mantillas. Dicen que la Semana Mayor te devuelve a tu infancia, que vuelves a recordar y a vivir como un niño, pero no te dicen que con el tiempo de un anciano. Las calles se beben la cera y en tu memoria sólo permanecen los recuerdos de unos días marcados por la transfiguración de nuestro espíritu. Así me sentí yo cuando la Virgen de la Hermandad de los Panaderos reviró en la calle Alemanes y el reloj se replegó sobre sí mismo para anunciarme la llegada del principio del fin. Fue entonces cuando me di cuenta que el final insinuado durante los primeros días, se materializaba. Ya era Jueves Santo cuando volvía a mi casa y sólo quedaba una Cuesta del Rosario empinada que terminaría en El Salvador Resucitado. El Jueves Santo el reloj nos engaña y juega con nosotros escondiendo un día. Cuando despiertas, ya es Sábado Santo y el epílogo se escribe con azucenas en el seno dorado de La Soledad.


Creo que me estoy haciendo viejo, y no sólo lo digo por la suma lógica de años, o por los nuevos dolores que han surgido en esta Semana Santa, lo digo por otros motivos. Por el paso ineludible, y cada vez más fugaz, del tiempo, y por mi incapacidad de expresión emocional. Cuando somos niños, aquello que nos gusta lo decimos con sinceridad y desechamos los menesteres que obstaculizan nuestra comodidad, regurgitamos improperios sin ser prudentes y entendemos más cosas sin el raciocinio de la madurez. Ahora que soy adulto me cuesta expresar con palabras todo lo que quiero decir en este texto. No se equivoquen vuesas mercedes, no pretendo hacer ninguna crónica de la Semana Santa de 2010. Hay gente que sabe hacerlo mejor que yo, y luego están los periódicos, que demuestran tener grandes redactores con calidad literaria suficiente. Con este texto pretendía escribir mis sensaciones, mis vivencias desde que se abrieron las puertas en El Porvenir y se cerraron en San Lorenzo, pero me doy cuenta que me estoy haciendo viejo y que sólo he escrito dos párrafos de torpes emociones.


Tal vez ya es demasiado tarde para evocar aquellos momentos cofrades que han enraizado en mi alma este año, que se han clavado de la misma forma que las miradas del Domingo de Ramos lo hacían con la Virgen que vive en San Juan de la Palma. Son muchos los finales que tiene nuestra Pasión, pero cuando entra la Virgen de la Amargura, no sólo acaba el Domingo de Palmas, acaba algo de la Semana Santa. Algo se desvanece y se esfuma sin que te des cuenta. Algo se evapora ante tus ojos y sólo eres consciente cuando las puertas de la iglesia se cierran. Entonces sabes que tendrás que esperar un año para volver a ver a San Juan intentando animar a María con las chanzas y corrillos de la calle Feria. Y te quedas perdido entre tanta gente. En soledad, rodeado de personas. Pero este año tenía a mi amiga Rocío. Me había acordado de ella algunas horas antes, cuando el Socorro del Amor endulzaba Cuna mientras Jesús de las Penas se escuchaba andar a través de Pantión. Nos miramos y recorrimos el inicio del Lunes Santo hasta el coche, haciendo balance de la jornada extinta ante las puertas de la Señora de la Amargura. La compañía de Rocío fue otro regalo. Es bonito saber que los recuerdos más bellos de un día pueden ser compartidos con una persona querida. Gracias Rocío.


Si el Lunes Santo me quedo con el inmortal reflejo de la Virgen de las Tristezas y la traición de Judas en la Alfalfa, el Martes Santo siempre tiene un recuerdo fijo que renuevo anualmente. A veces buscamos los momentos y los lugares más precisos del pasado para intentar vivir de la misma forma la felicidad de antaño. El flaco de Madrid, poeta canalla y pirata cojo, lo dijo en una ocasión, o tal vez lo cantó, que “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”, pero muchos de nosotros lo hacemos cada año, como peces de ciudad, cuando la Luna de Nissan ilumina el cielo sevillano. Quizás solemos caer en ese error, o puede que busquemos inútilmente sensaciones enraizadas en nuestra infancia, que tienen su eco en una madurez que se empapa de incienso nuevo cada año. Sin embargo, y pese a la frase de don Joaquín, creo que muchos de nosotros lo conseguimos, de forma diferente, pero alcanzamos emociones parecidas anualmente. La Semana Santa se repite todos los años, pero de forma distinta. Nosotros no somos los mismos. Nuestras circunstancias no son las mismas. La vida no es la misma. El tiempo no espera a nadie y la experiencia nos rebaja la candelería de la razón y la infancia la exorna de flores.


Pero el Martes Santo decía, tras divagar entre reflexiones barrocas y olvidar el hilo de este pensamiento abierto, que siempre tengo un recuerdo fijo. Hay un sentimiento que suele repetirse cada año, con sus matices diferentes, pero manteniendo su espíritu intacto. Me tiembla el pulso cuando intento comprender que Juan de Mesa creó la Muerte más Buena, o se me ahoga el aliento al ver llorar a la Candelaria por la calle Alcaicería, pero no son ninguno de esos dos los sentimientos exactos. Contemplé cómo se burlaban los judíos ante el Señor de la Ventana mientras todos los que estábamos en la Alfalfa nos rendíamos ante Él y Su Madre, que me conmovió como hacía años, pero tampoco era ese el sentimiento. Cuando la noche se cierra entre orcos sanguinarios que ignoran el mensaje trazado y la comprensión del respeto, Jesús es Presentado ante una turba ignorante y maleducada que se burla de Él y alborota la entrada del santo de Nursia. Allí es donde vuelvo a sentir, cada Semana Santa, lo que hace unos años palpé con el corazón. En esta ocasión me acompañaba un garabato artístico de aquel arroyo que bajara por el callejón de los nazarenos de la Fundación. Sin capirote y sin bocina, pero con la mirada de nazareno del Cristo de la Sangre, mi amigo Antonio, una de esas personas que te hace sentir bien, exquisita compañía la fría noche del Martes Santo, padre de una fiebre literaria apadrinada por Peyré, fue testigo junto a mí de aquél recuerdo fijo, de aquel sentimiento del que hablo. Y no hay misterio señores. No se trata de algo oculto o prohibido. No es un caso excepcional ni prodigioso. No esperen que anuncie la panacea de la emoción o la inconmensurable sensación del misticismo ascético que pueda sentir un religioso fanático, atado a la columna vertebral de su ideología. Es algo mucho más simple y mucho más sencillo. Mi recuerdo oscila y gira en torno a la mirada de mi hermana cuando abandona el terciopelo morado de su capirote y el Ave María se ha cantado en la Calzá. La devoción brilla en mis ojos porque ella hace que me sienta orgulloso. Ese recuerdo fijo que se renueva cada año tiene mucho que ver con las tardes de nuestra infancia, esas tardes de vídeos antiguos y la película de Juan Lebrón. Es mi hermana pequeña, la que me puede, culpable de ese sentimiento de cariño orgulloso. Tal vez sea porque en ese instante, la memoria me ofrece la visión de aquella infancia, lejana ya, que oculta la mujer que ya es y a la que quiero con locura.


Los crucificados del Miércoles Santo te dan que pensar. Sevilla convierte la Muerte en obra de Arte y los claveles rojos lloran con lágrimas de lirios. No pude ver a San Bernardo, el crucificado de la Escuela de Cristo que me recuerda una tradición de estreno, que vivió su segundo año allá en Cuaresma, cuando los sueños estaban por estrenar y las ilusiones se planchaban con papel de estraza. Decía que los crucificados te dan que pensar. La verticalidad mortal, que pende del madero presagiando el sudario del Sábado Santo, cae a plomo sobre la horizontalidad vital, el mar de personas que la rodea. Dos líneas perpendiculares que confluyen en el punto exacto marcado por el paso en movimiento. En Francos me reencontré con la Sed. Hacía mucho tiempo que no veía esta cofradía. ¿Hay algo más humano que tener sed? El Cristo de Nervión nos recuerda esa humanidad de Jesús, esa debilidad que demostraba su carácter más terrenal. Pero esa jornada está marcada por esa sensación que cité anteriormente, ver alejarse el palio de María Santísima de Regla. Otro de esos finales personales que me hacen consciente de cómo la cruz de guía del tiempo entra con adelanto en la razón de la sinrazón de esa Semana Eterna. Cuando el candelabro de guardabrisas del palio de Los Panaderos desapareció tras la esquina de Argote de Molina, la tierra, hasta entonces detenida en un suspiro ahogado por le exquisita revirá, reanuda su movimiento, pero mucho más rápido, para recuperar el tiempo congelado. Así fue como volví a casa, mientras recibía una llamada de cuatro hachones que esperaban en El Salvador. Por las calles vacías, ya brillaba el augurio de las peinetas.


A mi amigo Guille no le gusta la Semana Santa. Siempre ha hecho incursiones en los siete días de la Pasión de forma discreta, en ocasiones contadas y con motivo de casos muy concretos, como la salida de nazareno de un amigo o en la inmortal Madrugá. Quizás por estas premisas, me extrañó sobremanera que me llamara la radiante mañana del Jueves Santo, ofreciéndome ver la salida de Los Negritos. Y allí estábamos cuando el sol bañaba de luz una jornada brillante y exquisita, rodeados de trajes de chaqueta y mantillas. Me acordé de mi amigo Álvaro cuando observé los balcones que se convertían en palcos provisionales, y en mi amiga Mercedes, y busqué entre los encajes negros unos ojos verdes de gata, pero pronto aparecieron los característicos faroles de caoba y la efigie de Ocampo, don Andrés, el tío de don Francisco, de apellido Ocampo también, que se recordaría esa noche cuando ya no fuera Jueves Santo y el Silencio impusiera su cruz del revés en Sevilla y el Calvario fuera un monte de la Magdalena. Pero en ese momento estaba perdido en la curva sinuosa de Bizancio y en cómo una lluvia de pétalos grababa en mi cabeza mi primera salida de los Negritos. Y luego, una vez más, vi alejarse el palio entre peinetas, me acordé de mi amiga Reyes y sentí como la gente se movía de un lado a otro buscando nuevos destinos. El manto de la Virgen de los Ángeles brillaba al sol y las bambalinas perfumaban el aire con su vaivén, mientras la banda cerraba mi jornada de Jueves Santo. A partir de ahí, nada es lo que parece y los días se confunden para trabarse con los minutos y perderse en el tiempo sin tiempo de lo irracional. Las imágenes se sobreponen y la realidad es una confusión desvirtuada en una cascada de acontecimientos. Deja de ser hoy sin ser todavía mañana y no ha dejado de ser ayer cuando vuelve a ser hoy. ¡Pero qué estoy diciendo! Sólo sé que salí de mi casa el Jueves Santo para volver cuando el Sábado Santo ya era una realidad escondida en las frías calles de Sevilla.


La noche más larga, que termina cuando Las Angustias sienten expirar al Gitano de la cava, empezó como siempre para mí. Dos medallas. Dos escudos. Mi madre me ayuda a ponerme la cola por detrás del cinturón de esparto, mientras mi padre me lo abrocha y me ajusta los bajos. Luego el camino es siempre el más corto, mi abuela me lo señala desde su casa, para cumplir el rito y la regla que dijera don Rafael. Los momentos siguientes serán un compás a boga de ariete, al cuadril mientras la respiración se hace ruán, dos golpes de canasto para bajar el reloj de cera y pasos cortos. Gracias por permitirme, un año más, volver a acompañarte Señor, gracias un año más, por dejarme marcarte el camino Madre del Traspaso. Basílica, cuando todo se ha consumido y Sevilla no sabe si anochece de nuevo o amanece, en el momento en que el sol se asoma por las azoteas de San Lorenzo para contemplar a la Madre de Dios, sin éxito, porque cuando llega a la plaza, solo quedan los vencejos que acompañan a los nazarenos. Siempre por el camino más corto. Y se acaba. Se consume de la misma forma que la luz nueva del Viernes Santo. Se presiente el final cuando mis lágrimas se evaporan tras el antifaz, cuando vuelvo a casa para ser consciente que el epílogo de esta rosa de Pasión está escrito en la cera sin derramar de La Soledad. Como la penúltima levantá de una cuadrilla, acudí esa misma tarde para contemplar el Romanticismo de Sevilla y derretirme con una resucitada Ione tras Buenaventura. Fue el Cachorro quien marcó el ocaso de una noche fría. Me hizo ilusión volver a contemplar a la Sagrada Mortaja después de muchos años, pero me quedo con un instante preciso. Un momento congelado en mi memoria que no hacía otra cosa que retrotraerme a esa revirá del Miércoles Santo. Otra vez un palio alejándose. Otra vez el final escondido en la cera cuajada, derretida y solidificada. El paso del tiempo, oculto en el resquicio abierto a mi mirada, se materializaba en el bosque que precedía la peana de la Virgen de Loreto. Podía contemplar el final. Otro de esos finales. Se había consumido el Viernes Santo. No podía imaginarme que para mí también concluiría la Semana Santa entre la candelería del palio de San Isidoro.


El Sábado Santo, la fiebre me privó de despedir mi Semana Santa frente a la puerta de San Lorenzo, como todos los años. Una llamada de mi General me requería ante la oscuridad de una plaza que vive dos momentos muy diferentes en dos días unidos por el destino precipitado, y sin frenos, de algo inevitable, pero no pude. Y me quedé con la nostalgia de pensar que aún me queda un día más. Me quedé con la melancolía de sentir la ausencia de una jornada que se tornó febril. Y entonces todo se deshizo. Ya no hubo pasos. Ya no hubo incienso. Ya no hubo cera. Se alejó completamente el palio de Los Panaderos. Solamente hubo vacío, pero quedaron estos momentos que os he narrado entre reflexiones vagas de este aguaó que se hace viejo. No hace mucho escuché que la vida no se mide por minutos, sino por momentos. Tal vez estos sean mis mejores minutos, o mis mejores momentos de esta Semana Santa, y sólo quería compartirlos con vuesas mercedes.


Hace unos días, mientras estábamos sentados en el sofá, mi madre cosía hilvanando un volante de un traje de flamenca para la Feria de Abril. Dentro de mi ignorancia costurera, le pregunté si todo el hilo que estaba pasando de un lado a otro, tenía que quitarlo una vez la máquina de coser hacía su trabajo, a lo que mi madre respondió “sí… en esta vida todo es hacer para luego deshacer”. La Semana Santa se hace para deshacerse poco a poco, para volatilizarse y convertirse en un suspiro etéreo que permanece en nuestra memoria hasta el año que viene, y luego pasará como un suspiro, al nombrarla se desvanecerá, pero eso es lo que la hace grande. Eso es lo que hace que esperemos. Hoy ya es mañana y sólo queda esperar. Ya siento el principio de la cuenta atrás de la Luna de Parasceve, de nuevo estoy sentado en el banco de la espera, como haría un padre con su hijo. Y será en Sevilla, como dijo don Antonio Núñez de Herrera… “Tiene mucha importancia ser hijos de Dios… pero mejor ser sus padres. Porque ved que un día entre los días, como en la cumbre del monte sagrado, le dijeron a la ciudad: - Mujer, he ahí a tu hijo. Y era un lirio con siete pétalos a orillas del Guadalquivir”.

viernes, 26 de marzo de 2010

Cera


Velo oscuro de la promesa. Rocalla rizada del costado de palio. Rojo sangre del cuerpo de Cristo. Lumbre de sentimientos ante las lágrimas de cristal de la Madre de Dios. Tinieblas que iluminan la oscuridad del día. La luz de la fe. El fuego de la lengua que sigue el camino de la cruz. Ni se creará ni se destruirá, sólo se transformará en el tiempo fugado y breve que el Barroco materializa en siete días de Pasión. La cera es el preludio, la señal del comienzo, el mejor testigo de la Semana Santa, la marca más efímera que sufre la ciudad cuando todo se haya cumplido. Se consumirá con el aire de siete días, que son toda una vida, pero permanecerá en nuestros corazones desde la infancia.

Como la vanitas del Barroco, el suspiro de sabernos mortales, de la presencia de la Muerte, nos hace tener constancia del paso del tiempo. Si hay un elemento común en la Semana Santa que nos recuerda lo efímero de la misma, es la cera. Cuando se es niño, la cera es el mayor juego para la espera eterna de la llegada del paso. Las filas de nazarenos se multiplican y los cientos se convierten en miles. No hay número limitado en la infancia inocente del niño, pues las horas son siglos, como dijo el poeta. La espera es consumida por una bola de cera que no deja de crecer, como el niño que la alimenta. La cera se convierte en ilusión. Su picadura ardiente sorprenderá la inocencia de aquellos que no necesitan comprender lo que ocurre, porque lo están viviendo. La promesa, transmutada en luz de fe, se derrite en la penitencia como testigo de lo ocurrido, y desprenderá sus lágrimas de color sobre la bola de un niño. Principio, fin y principio de nuevo. La penitencia transformada en ilusión. El adulto sabe que la señal que deja la cera en el alma es más duradera que el calor que emana del pabilo, pero el chiquillo aún no lo sabe. La madurez se ha consumado y la ilusión deja paso a una conciencia del transcurrir del tiempo. Reloj de cera que se derrite cada año en las manos del niño hecho hombre.

Un año la bola dejará de crecer y descansará en un cajón junto al pañuelo de papel que servía para evitar la breve quemadura. Allí estarán las estampas dobladas por las esquinas y los caramelos que no se comieron. En ese cajón se guarda el juego de la espera penitencial, el tacto de la sonrisa de la infancia, el olor de la crepitación del humo, el sonido de la ilusión al gotear el tiempo derretido ante sus ojos. En ese cajón se guardan los años endurecidos en una bola que dejará de crecer porque el niño ya es adulto y la razón no deja entender lo que ocurre. Ya no hay que esperar al reloj porque es el tiempo el que se consume tan rápido como la cera de la promesa al cuadril, como la la penitencia que da luz.

Cuando todo se haya consumido quedará ella, como no podía ser de otra forma. La ciudad se vestirá con una alfombra de colores que demuestran el camino que ha seguido el Hijo de Dios y Su Bendita Madre. Y un año más, el niño seguirá pidiendo cera, mientras el adulto sabe que la verdadera marca de su infancia se queda guardada en el cajón de su alma, fundida y consolidada, como aquella bola que descansa en el cajón de los recuerdos de su niñez.

Texto publicado en la revista "Último Tramo" de 2010.
Excelente imagen del
Canónigo Alberico

martes, 23 de marzo de 2010

Luz de Viernes

Dicen que tiene una leyenda. Cuentan que su nombre se debe a un gitano de la cava, allí por la antigua alfarería de la niña de Sevilla. Que el imaginero talló la agonía en madera de sentimiento. Otros dicen que su apodo viene del cariño de los gitanos de Triana, que lo tratan con el amor que se reserva a un niño, y ¿acaso no es el Hijo del Hombre?. Algunos opinan, sin embargo, que se llama así porque es el “Cachorro del León de Judá”. Qué más da... Es el Santísimo Cristo de la Expiración, el Cachorro, y lo que mucha gente no sabe, es que la Luz del Viernes Santo está en Su Mirada.

Ya no será lo mismo, porque todo es diferente. El final se acerca y todo reluce pero con un brillo distinto. Hay un cierto toque mate que bruñe las formas del día sacando un lustre de nostalgia y melancolía. Todo tiene una belleza sutil y delicada, casi insinuada. Se presiente la culminación y los roces suaves de la Pasión se deslizan con un tacto sedoso y terso, dúctil a la percepción de un sueño. Todo parece ya lejano y el Domingo de Ramos se convierte en huella para nuestra memoria. Se siente el final haciéndose eco repetido en el abismo de lo ascético. Todo aparece tremendamente reposado, sosegado y apacible. Se va cerrando la Semana en un curvo omega, tan extremo de aquel alfa luminoso. La luz es diferente. Todo será diferente. Se ahoga en un suspiro de último estertor el gozo y la alegría tan esperada y ansiada. No falta más aire en los pulmones del que espera, que justo antes de la ansiada llegada, y más pena marchita, que ver partir aquello que tanto se ha deseado. Por eso la luz del Viernes Santo es diferente. Alumbra con un velo transparente, traslúcido, un divino telón calado que deja ver un haz luminoso que se derrite. Se consume. Como la cera del penitente, que derrama lágrimas de tiempo consumido en la ilusión vivida en una Semana. Todo se acaba ya. Es el fin y no queremos verlo. Llegan las postrimerías de la Pasión, rebajadas como la candelería de un palio a su vuelta. Es el principio del fin, y llega con una luz diferente.

Y es en ese momento cuando sentimos que se nos va. Que no podemos hacer nada por parar el tiempo. Hay detalles que se repiten cada año, pero de forma distinta. No es lo mismo. El Barroco está presente en todos y cada uno de los pormenores que exornan la Semana Santa de Sevilla, sello inconfundible del tempus fugit. Hay una sensación de lo efímero y breve. Un examen meticuloso del paso del tiempo y de cómo los momentos experimentados un año, no serán iguales al siguiente. Todo es diferente y el prisma cambia. La sombra de aquel nazareno volviendo a casa por el camino más corto, alargada como el recuerdo de lo vivido, será un epílogo que anteceda la cubierta final del libro sagrado de la Gloria. Sólo la luz del Viernes Santo se repetirá. Una luz que irradia de una Mirada.


Ese final barroco aparece insinuado desde el principio. Le dio forma Francisco Antonio Gijón, y los años han querido que se difumine en retales a lo largo de los Siete Días Sagrados. Pero es el Viernes Santo cuando lo recordamos. Cuando miramos hacia atrás, y aún sentimos la sangre del pelícano que se abre el pecho por sus hijos. Porque se puede morir por Amor, y quien lo dude, que vaya al Salvador. O cuando el presente llama a nuestra conciencia y un Cirineo ayuda a llevar el peso de la cruz del último ruán negro. Cuando volvemos a sentir escalofríos en nuestra espalda al ver pasar al Gran Poder con su poderosa zancada, sobre la canastilla del creador del Cachorro. Porque cuando vio terminada su obra, ese Crucificado, Francisco Antonio Gijón se emocionó. No lo sabía, pero había creado el final del Barroco. Lo ignoraba, pero el colofón de lo efímero quedaba resumido en la agonía que tenía frente a él. Desconocía que los años lo recordarían como el ilustre imaginero que tallara la leyenda de un moribundo de Triana. Ya lo dijo don Antonio Núñez de Herrera: “Él le vio morir. Y aún le ve, con el recuerdo en las manos y la visión atormentada en el filo de las gubias. Después ¡Santana bendita! El escultor sigue viéndolo, transfigurado, cierto, con los ojos de la cara. Muchedumbre de gentes lo verían”. ¿Qué podía hacer?.

No pudo hacer otra cosa Francisco Antonio Gijón que emocionarse. Quiso esculpir la Expiración del Señor, y cinceló la volatilidad de una mortaja aún con vida. La abstracción de un rayo eterno que ilumina de forma diferente una tarde de luto en Sevilla. Lo etéreo convertido en madera y la espiritualidad en forma de suspiro agónico. Consiguió materializar lo divino y el espolón de la vida como remate en una Mirada al Cielo. No pudo hacer otra cosa que emocionarse, porque al contemplar su obra, Francisco Antonio Gijón se dio cuenta que había tallado la Luz. Porque el Viernes Santo no amanece cuando se escucha El Silencio de vuelta en San Antonio Abad, o cuando los vencejos reciben al Señor de Sevilla y a Su Bendita Madre del Mayor Dolor y Traspaso. Ni cuando el Calvario sella La Magdalena. Ni siquiera cuando la Esperanza se reparte por las dos orillas del Guadalquivir y un Gitano vuelve con los labios moraos a la calle Verónica. El Viernes Santo amanece a las tres de la tarde en la cava de Triana, y es entonces, sólo entonces, cuando podemos darnos cuenta que la luz de Sevilla es diferente. Ya no es la luminosidad del Domingo Ramos. La claridad del Lunes Santo. La alegría del Martes o el colorido del Miércoles. El brillo radiante y azul del Jueves Santo. La Luz del Viernes está en la Mirada glauca del Señor del Cachorro. El Santísimo Cristo de la Expiración que eleva su último estertor al Cielo de Sevilla para morir un año más en el ocaso malva de Triana. Allí dónde los rayos del día se desvanecen y se hunde el Sol para escribir el epílogo de una Semana que morirá al día siguiente, y volverá a nacer el Domingo de Resurrección. El principio del fin. Filosofía grabada a fuego de la Semana Santa de Sevilla. Se apagan los cirios de la Pasión y la Luz se derrama por el Cielo. Ha muerto el Cachorro.


Dicen que el Señor murió la Madrugá del Viernes Santo, pero en realidad lo hace cuando llega la noche, cuando la Expiración cruza el puente y exhala en Triana, a la altura de Callao, donde el Cachorro es un gitano con la cara del Hijo de Dios.

Texto publicado en la revista "Último Tramo" de 2009.
Fotografías gracias a
Canónigo Alberico y Diego Escobedo

miércoles, 17 de febrero de 2010

No existe la espera

Será como si nada hubiera existido hasta entonces. Será como si el tiempo se rompiera. Será como si los minutos rebosaran de la esfera del reloj y la arena trazara el camino que nos lleva de nuevo a nuestra infancia. Está escrito sobre las marcas de nuestra ciudad que cuarenta días marcarán la espera del tiempo añorado. Girará el mundo para que tenga sentido la vida en una semana, que vaticinarán cuarenta días y cuarenta noches. Sólo entonces volveremos a ser niños para envejecer en siete días ante el presagio de lo que va a ocurrir. Y Sevilla volverá a renacer de las entrañas de su propia razón de ser. En cuarenta días.


Pero, ¿son estos cuarenta días una espera? No. Sevilla no espera, Sevilla se prepara. Sevilla se transforma. Sevilla se viste de primavera y se queda prendida de una cuarentena que la fragmenta en sensaciones fundidas con el aroma del incienso que se presiente. Todo se presiente. Es la espera de lo que ya ha llegado. La realidad se transforma porque no existe una coherencia y al reloj se le para la arena de su destino. No busquemos un razonamiento porque no existe. No busquemos una explicación porque ya está ocurriendo. Es la paradoja de esta Sevilla donde una espera puede ser tan dulce como el momento de la llegada. El tiempo sin tiempo que diría el poeta. Saboreamos la sensación de una dulce angustia por el lento pasar de los días, sin saber que la espera no existe, porque Sevilla ya ha dejado de esperar. Esta cuarentena es efímera y breve y se evaporará como la canela y el clavo del incienso, se rebajará como el cirio de la penitencia, en un abrir y cerrar de ojos tan certero como el que pende de la pared del Hospital de la Caridad. Cuarenta días no es una espera, es un suspiro de aquél niño interior que parte el reloj para vivir otra vida dentro de la vida misma, degustando cada momento la ansiada llegada de la primera visión de la Pasión. Cuando crecemos perdemos la dilatación de las horas, sin embargo en estos cuarenta días la arena del reloj se irá cuajando como el aceite de la cera. Las agujas del tiempo descansarán conforme avancen los días. La vida quedará prendida de un capullo de azahar, en el momento exacto de mezclarse la miel y el vino, en ese instante preciso en que nuestra infancia vuelve a surgir de nuestro interior. Los días pasarán cada vez más lentos y se congelarán. Será entonces cuando volvamos atrás y nuestra niñez se presente de nuevo ante nosotros. Volveremos a tener la capacidad de ilusionarnos y la experiencia será una ausencia sin recuerdo. Nos alcanzará de nuevo la virtud de la inocencia y nos enfrentaremos virginales al Domingo de Ramos, como si nunca hubiera ocurrido antes. Entonces aparecerá nuestra infancia cruzando la ciudad y volveremos a ser niños. Y el incienso brillará y los cirios derretirán el tiempo. Volveremos a ser niños y tendremos ante nosotros toda una vida que se consumirá en siete días, para luego volver a esperar.



“Es tan dulce esperarte y soñar tu llegada, que no quiero que llegues, quiero oírte llegar”Francisco Morales Padrón

Y llegará. El tiempo se detendrá cuando la eclosión de la Gloria esté a punto de hacerse nombre. Cuando ya nada se presienta porque sea una realidad. Todo estallará cuando le den la cruz a la Victoria de la Paz y un río blanco nos anuncie que El Porvenir ya no es un barrio, sino la Semana Santa hecha realidad… entonces se extenderán las palmas y los olivos, aquéllos que serán la ceniza del mañana. Las cenizas del Miércoles del año que viene.

Son cuarenta días, pero… ¿qué son cuarenta días? Cuarenta días es un suspiro, cuarenta días es toda una vida, toda una vida para morir en una semana.


Vídeo del gran Antonio Casado

“Desde el seno eterno del tiempo –como los ríos yacentes en las entrañas de la tierra, que al mar despierta con su remota voz–, vuelven siempre redivivas estas horas embalsamadas de incienso y de rosas para la inmortalidad. Así guarda Sevilla en su seno el ‘tiempo suyo’, y el hombre la muerte dentro de sí mismo, igual que se esconde el hueso en la fruta apetecible –que escribió el lírico germano, de la innumerable, caudal agonía–.“Rafael Laffón



Imágenes del siempre increíble Canónigo Alberico

miércoles, 10 de febrero de 2010

Nazarenas para el Gran Poder

"Aún lleva este Cristo sobre sí las briznas de la carpintería de José y el dolor antiguo de los proletarios. Pero es un hombre vigoroso, musculado por el trabajo y los caminos, que podría, si quisiera, transfigurarse en el extremista aquel que daba al eco y al viento de las montañas su palabra magnífica y rebelde:
'Me han ungido para dar buenas nuevas a los pobres... para poner en libertad a los quebrantados... ¡ay de vosotros los hartos! Porque tendréis hambre'" - Antonio Núñez de Herrera



Hermanas nazarenas del Gran Poder: ¡ENHORABUENA!

Y vuesas mercedes, ¿qué opinan de la decisión de la Hermandad de aceptar hermanas nazarenas en sus filas?