lunes, 16 de febrero de 2009

El mejor momento del día

Sólo entonces, cuando todos se habían marchado y el silencio se apoderaba de las paredes contiguas, se escuchaba respirar a la máquina de escribir con su tecleo mecánico. Sólo entonces, cuando la intimidad precintaba la oficina, se podía tejer el deseo incontrolable. No había soledad, solo un círculo cercano en el que sentir aflorar los sentimientos. Miradas furtivas por encima de un documento a transcribir. El mejor momento del día. Aquella soledad compartida entre luces de flexo y neones filtrados. Una fuerza incontrolable que alborotaba su corazón. Sólo quería besarlo y perderse entre sus brazos. Pero no podía. Su incondicional respeto y su pulcra corrección se lo impedían. Y su valor… o quizás su cobardía. Nunca sería capaz de decirle todo lo que sentía, aunque era lo que deseaba. En lo más profundo de sus entrañas quería dejar volar su instinto y decírselo. Tan sólo desahogarse y expresarle que estaba enamorada de él. Que cada mañana su estómago se convertía en una jaula de mariposas al verle entrar. Que le faltaba el aire cuando no acudía a trabajar. Que no había soledad más dulce que a su lado. Que no había noche más clara que la que alumbraba su sonrisa. Que temblaba cada vez que su mano la rozaba. Que se perdía cuando sus ojos se encontraban y se daba cuenta que la miraba envuelto en silencio. Que lloraba cuando sabía que, aquel perro destino, nunca la dejaría acariciarle los labios con los suyos. Pero no tenía valor. Y era entonces cuando, sin previo aviso, asomaban a sus ojos dos brillantes lágrimas y la angustia arañaba su garganta. Y tenía miedo. Miedo a saber que jamás podría besarle, amarle, susurrarle al oído que lo quería. Acariciarle hasta que sus cuerpos se convirtieran en uno. Se levantó y esquivó como pudo la mirada sorprendida de su jefe. Se le pasaría. Tenía que dejar la mente en blanco. No podía permitir que él la viera así. Se acercó al fichero y comenzó a distraer a sus sentimientos con una búsqueda fingida. Pero no pudo evitarlo… giró la cabeza y se perdió en el perfil de la persona de la que estaba locamente enamorada. Ahogó un suspiro y permaneció quieta. Solo el tamborileo de su desbocado corazón rompía el silencio. Dos lágrimas rodaron por sus mejillas. Jamás podría decirle que estaba enamorada de él.


Edward Hopper - Office In Night (De noche en la oficina)


Ahora la sentía a su derecha. Casi a la espalda. Un sepulcral silencio se extendía por la oficina como un manto vaporoso. No la veía pero podía sentirla. Miraba aquel documento que tenía en sus manos. Una importante declaración que ayudaría a resolver los asuntos de su cliente. Pero tan sólo la miraba. No la veía. Hacía un rato que ya no trabajaba. Sólo era una excusa. Papeles alrededor de una mesa atareada e interés fingido. Un teatro perfectamente ensayado en una farsa profesional. ¿Para qué?, para disfrutar del mejor momento del día. Estar solo junto a ella. Movía papeles y los cambiaba de sitio mientras escuchaba el rítmico sonido de la máquina de escribir. Cuando podía, levantaba la vista y la observaba en silencio. A veces, sus miradas se encontraban y ella la bajaba rápidamente, pero él no podía. Sencillamente se quedaba contemplándola y el silencio desaparecía. No lo escuchaba. Sólo se dejaba llevar por la música que sonaba en su corazón. Siempre había sido un hombre duro. Negativo y de ásperas condiciones sentimentales. No sabía que era el amor y tampoco le importaba. Ni siquiera se preocupaba si existía o no. No se lo planteaba. Simplemente quería estar con ella. Era la luz que iluminaba su oficina a primera hora de la mañana y a última de la noche. La echaba de menos cuando faltaba un día, y cuando venía, solo quería que pasara el tiempo hasta la soledad compartida del ocaso de la jornada. Cuando todos se van y solo quedan ellos. El repiqueteo de la máquina de escribir, sus miradas y el silencio embotellado en un eco que se evade por la ventana. Tan sólo quería acariciarla con su mirada y besarla con las manos. Sentir sus labios y abrazarla. Pero siempre se había contenido. Era su jefe y no quería faltarle al respeto. Pero… ¿realmente era eso?, quizás no tenía valor. Tal vez su cobardía lo ataba a la rutina diaria y se conformaba con verla y tenerla cerca. Jamás sería capaz de decirle que la amaba. En secreto. Cada día y a cada instante. Solo tragó saliva y contuvo el impulso de volverse a mirarla. Se quedó completamente quieto. No había ruido. Tan sólo el silencio se atrevía a decir algo.

lunes, 9 de febrero de 2009

Santa Inés

Era la quietud más que el silencio. La calma peligrosa y la falta de ruido. El siseo de la brisa tibia e incluso caliente como trasfondo del teatro barroco. La templanza combate con los nervios y la soledad se puede tornar en compañía desagradable. La luz de un candil titilaba en una esquina mientras su oscilante lengua anaranjada lamía con parsimonia los rincones más cercanos. Había sido una jornada de revuelo. Aún se escuchaban anclados en las entrañas de la ciudad los ecos lejanos de la ceremonia. Celebración precedida de muerte y Sevilla siempre voluble. Lluvia y mal tiempo para despedir al monarca de aquella España desangrada monetariamente por los cuatro costados. Aguas revueltas de monarquía flemática y abúlica que adolecía un cambio. Tres días antes celebraba la ciudad las honras por el fallecido rey. Se iba un Filipo y llegaba otro. El cuarto. Había sido un día alegre y apacible y se dejó a un lado el luto, se alzaron los pendones por el nuevo rey, el cuarto Felipe, y la jornada había sido de chanza y fiesta. De corrillos altaneros y juergas tras el fruto de Baco. Aquel 6 de junio de 1621, domingo de la Santísima Trinidad, expiraba y la noche se deshacía entre la oscuridad moteada de las calles.

La luz plateada se filtraba entre los resquicios de esquinas despellejadas por el tiempo. Brillaba la luna después de varios días de cielo rojizo sobre la ciudad. Pero no era lo único que brillaba en las calles de Sevilla en esas horas de noche recién estrenada. Un mal encuentro envuelto en una chuscada de hijosdalgo dio pie a un grito ahogado antes de que pudiera maldecir. Tres borbotones de sangre saltaban manchando el jubón de cortapisa de su compañero, que había sacado la toledana y daba muestras de buen hacer. Revuelta rápida y nuevo brillo de hoja. Mellada por el paso del tiempo, pero de buena mano, que aunque era mercenario de espada, la honradez en el bello arte de matar en la Sevilla del Barroco escaseaba. Pasos racheados y resuello aplacado por el vino. Medio giro y piqueta en la siniestra del soldado buscavidas. Muerde el brazo el frío acero de una toledana, pero deja espacio su costado para que tres palmos de hoja vieja le ensarten en el infierno de los nobles caballeros. Esta vez el grito sí se hace oír. Ya no hay bromas ni bravuconerías. El pisaverde aristócrata ya sabe cuál es el precio de la fanfarronería en los rincones oscuros de las calles sevillanas. Es una pena que no le sirva para el futuro, pues la parca le ha sonreído en aquella esquina de luz titilante y brillo plateado.


Se acercan tres y él está herido. No quiere más lances para celebrar la llegada del nuevo rey. Envaina la espada y siente el frío de la vizcaína al tacto con sus riñones. Embozado en la capa y con el chapeo calado hasta la sien, pone tierra de por medio con zancadas amplias entre las sombras que acarician. Voces de alarma a su espalda y ruido de botas sedientas de sangre vengativa. Enfila la calle Santa Inés y busca San Pedro. No le da tiempo. Sabe que sus perseguidores le alcanzarán. Entonces aminora la marcha y se da la vuelta. Mira hacia arriba con aire desafiante y se echa atrás la capa. Se atusa la barba y sonríe bajo su bigote de soldado. Llegó la hora. Escupe al suelo y contempla cómo tres siluetas se recortan en la tibia noche. Avanzan hacia él. El brillo de sus aceros anuncia un final escarlata. Decide morir con su vieja toledana en la mano y blandiendo la vizcaína. Mira a su alrededor y afianza el flanco izquierdo, donde tiene el tajo, junto a la puerta lateral del Convento de Santa Inés. Aprieta los dientes y espera la llegada de los tres. Pero lo siguiente que aparece es un milagro con sotana, exornada con brocados, cuyo rostro palidece al encontrarse con la figura del soldado enguantado y presto para batirse. Antes de nombrar al Hijo de Dios y comenzar un Paternóster atropellado, dos fuertes manos lo empujan al compás lateral del convento y lo tiran de espaldas al suelo. Un chillido agudo se escapa de la garganta del cura, que empieza a creer que ha llegado su hora y pide perdón por sus pecados. Que no son pocos, pues la Sevilla que era Puerto del Mundo también lo era de los lupanares más frondosos de España. Pero el soldado, curtido en veteranas batallas de la vida, y no pocos lances de guerra, cierra desde dentro la puerta y escucha como maldicen sus perseguidores. Sonríe al cura y le ayuda a levantarlo, mientras le pide acogerse a sagrado. El presbítero tuvo que ver el cielo, o la salvación terrenal, en la sonrisa del aquel hombre herido, pues le ofrece ocultarse en la Iglesia, previo aviso de la clausura de dicho edificio sagrado. Envainadas espada y daga, ambos hombres se acercaron a la puerta del templo. El clérigo le ofreció entrar en la iglesia, mientras él avisaría a la congregación del visitante forzoso.


Imagen modificada del libro El Capitán Alatriste


No era junio. Ni siquiera hacía calor. Hacía frío. Las manos no respondían con la suficiente rapidez y las tardes de enero eran noches largas prolongadas por una oscuridad invernal. El nuevo año había comenzado envuelto en una gélida sensación de azote constante. La pareja cruzó la calle en pasos rápidos adelantándose a la llegada del coche y se adentró en el compás del convento. Santa Inés yacía tranquilo. Calma y sosiego roto tan sólo por el traqueteo continuo de los coches sobre los adoquines. El rugir de un ejército de caballos metálicos que se filtraba por la puerta. Ya caía la noche sobre aquella tarde huidiza de enero. El invierno sembraba de oscuridad los ocasos precoces de una Sevilla fría. Se aproximaron a la puerta de la iglesia y cruzaron su dintel. La sensación posterior fue un golpe de efecto a la lógica. Todo un revés de conciencia a lo natural experimentado hasta ahora. A veces nuestros sentidos pierden pie y se ahogan en una situación incomprensible a la razón. No hay explicación. Un murmullo constante se convertía en oración continua y un rumor de meditación cruzaba las paredes como un riachuelo baña un valle. El eco de sus pasos resonaba incluso antes de que pisaran. Pero lo que más sorprendía, lo que más sobrecogía, era el silencio del corazón de la ciudad. Sin decir nada, se dirigieron al último banco. El mismo que estaba pegado a la reja que separaba el coro de la iglesia. El trenzado metálico que servía de límite entre el exterior palpable y la clausura espiritual.



Dos figuras ocupaban dos bancos más. Un señor con sombrero y cabellera plateada al castigo de los años y una señora con una bolsa de la compra. Cuatro en total con ellos. El tiempo se había detenido como también lo había hecho con Doña María Coronel. Solo un rumor sacro estremecía a los congregados. La clausura era un velo transparente que no dejaba ver la realidad. Las monjas rezaban a su espalda y nadie se atrevía a darse la vuelta. El corazón de la ciudad palpitaba alrededor de aquellos muros ancianos de la Historia, pero nada de eso penetraba en su interior. El bullicio y la prisa quedaban fuera, aislados, como si al cruzar el dintel el pasado fuera una realidad y los años retrocedieran en contra del tempus fugit. No sólo se paraba el tiempo, sino que los años retrocedían y casi se podía sentir el frío helado del toque legendario. Las monjas callaron y el rumor sacro de misal se disipó y embotelló en un quejido metálico. Tañó una campana y a cada golpe las almas presentes se estremecían en una quietud lastimera y ausente de toda racionalidad. El señor del sombrero y pelo cano se levantó y abandonó la iglesia. La campana seguía sonando y rompía el silencio en toques cadenciosos. La señora se levantó, se santiguó y en tres zancadas rápidas cruzó el dintel del templo para desaparecer en la penumbra de la noche que ya caía sobre la ciudad. Se quedaron solos.

La soledad nunca fue tan estremecedora. La pareja se dio la mano y sintió el calor y el amor a través de ellas. A sus espaldas, y tras la reja que separa el mundo irreal de la clausura, sonidos secos y movimientos recordaban que allí había alguien. A veces una tos achacosa. Nada más. Silencio profundo, ascético y cuasi místico que inundaba la iglesia. Sólo la campana, como el aviso de vida exterior, cruzaba el paso del tiempo y se aventuraba a adornar el silencio. Un escalofrío recorrió sus nucas y las piernas se estremecieron ante la idea de tener personas atrás y no poder volverse. Sentir la presencia de alguien que respira a tu espalda. Que te observa tras unos ojos tristes y nostálgicos. Alguien que añora el tacto de una persona querida. Alguien que, después de muchos años encerrado en la meditación eterna de una clausura, suspira por saber cómo es la caricia de unos labios. La pareja se soltó inmediatamente. Había movimientos en la puerta. La campana había dejado de sonar y nada se escuchaba en la iglesia. De pronto, como si el volumen del presente hubiera sido aniquilado, desapareció todo ruido. Todo sonido. Ya nadie tosía. No había susurros vacíos ni pies lastimeros. Un silencio denso y tremendamente sordo se había adueñado de la iglesia. De su presencia. De la ciudad. No pasaban coches fuera. No había presencia humana a sus espaldas. Ni siquiera Maese Pérez el organista acariciaba las teclas del órgano. Ni siquiera Doña María Coronel se acercaba a la reja del coro a rezar. Ni una de las Once Mil Vírgenes se dejaba ver entre los bancos de la primera fila. Nada. Silencio absoluto como si la iglesia quedara suspendida atemporalmente y el efímero soplo del presente se hubiera reducido a la existencial mirada de los dos enamorados. Ambos miraban a la puerta. Alguien entraba. El único ruido del mundo que en ese momento existía era un roce cansino de pies… y estaba en la puerta de la iglesia.



Fue entonces cuando se dieron cuenta que las sensaciones no siempre son movimientos del alma impulsadas por la razón. Ante ellos apareció una figura, alta y robusta. Las ropas revueltas y una mancha carmesí en el brazo izquierdo, que descendía hasta la mano, que empezaba a mostrar un tono parduzco. Sangre. En la diestra el sombrero. En sus pies, botas raídas y gastadas. Pantalones bombachos y carcomidos por la miseria y agujeros de pagas inconclusas. Su rostro poseía tres cicatrices que cerraban su expresión de asombro en una amenazante mirada. Bigote y barba descuidadas y un gesto de alerta sempiterna terminaban por rematar un rostro curtido en las estocadas de la vida. El asombro y sorpresa no era propiedad sólo del veterano soldado barroco, sino de aquella pareja del presente, que ya no sabía si el pasado los había alcanzado y todavía no habían nacido. Estupefactos los tres, quedaron inmóviles durante unos segundos mientras se escrutaban con la mirada. Finalmente, decidido ante el mutismo de la pareja, el soldado hizo una leve inclinación de cabeza y dio las buenas noches. Los enamorados, que viajaban con su mirada de la mano izquierda ensangrentada a los ojos vivos y en avizor de aquel hombre, contestaron al unísono con el mismo saludo. Luego, el soldado desechó el peligro y prosiguió su camino en amplias zancadas hasta un extremo de la iglesia. Sólo el eco de sus pasos y el tintineo metálico de la toledana cruzaban como un espíritu el frío aire del templo conventual. Ni Maese Pérez ni Doña María Coronel les habían puesto la piel tan erizada como aquel hombre. Cuando el silencio volvió a ocuparlo todo y sólo los nerviosos corazones se dejaban escuchar, la pareja se levantó. Sin cruzar palabra. Sin mirar atrás. Tan sólo se giraron en la puerta, justo antes de cruzar el dintel Un segundo antes de abandonar la iglesia. Echaron un vistazo al otro extremo y se encontraron con los ojos vivos de aquel hombre. Y una sonrisa, acompañada de un guiño.

Ya había caído la noche en Sevilla y el frío seguía siendo el compañero de aquel día. En el compás de Santa Inés ya no había silencio. La soledad se dejaba sentir menos y los coches pasaban por el adoquinado de la calle. La puerta abierta dejaba ver la luz artificial de las farolas. Era el presente de nuevo. ¿O tal vez el futuro?. Giraron la cabeza y se quedaron inmóviles observando la entrada de la iglesia. No hablaron. No dijeron nada. Tan sólo se miraron. Un beso fue el siguiente invitado en aquella intimidad del compás conventual. Se abrazaron y salieron del recinto sagrado sin intercambiar una sola palabra. Solo miradas cómplices y silencios cariñosos.



A veces nos da la sensación de que el pasado nos alcanza. Otras sencillamente viajamos atrás con recuerdos trenzados en momentos vividos. Y en algunas ocasiones, aquello que se fue y se ocultó bajo la arena de ese reloj imparable que es el tiempo, nos sorprende. Un día aparece tras una puerta cargado de cicatrices, que son las nuestras propias, y nos guiña un ojo. Entonces por un momento, sólo por un momento, desaparecemos del presente y nos perdemos en los entresijos y resquicios de aquellas sombras que, alguna vez, fueron la vida de un tiempo, de un instante, y que ahora se ahogan en los recuerdos de la memoria.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Dos años con vuesas mercedes

Un puñado de cosas. Se arremolinan y se contagian de la nostalgia y melancolía del paso del tiempo. No espera la arena del maldito reloj a nadie. Pasan los segundos en una marca sin diferencia y los minutos se convierten en trazos insinuados de las horas. ¿Y qué son las horas?, un puñado de insectos en una pequeña parcela de la siembra anual. Pasa el tiempo y pasan los años, y no siempre corren de la misma forma aunque siempre marquen el mismo número de días. Es entonces quizás, cuando recuerdo a don Luis Cernuda, en su bella literatura y su buen hacer de aquel Ocnos, donde El Tiempo tenía estas palabras: “Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien). Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?”. No le faltaba razón a don Luis. Y es curioso pues, que aunque el tiempo pasara y pase, él sigue siendo inmortal y atemporal.

Pero es así y el tiempo no espera a nadie, como una vez cantara Freddie. Es así y un día te sientas en tu vieja silla de madera y comienzas a recordar. Miras la fecha y no te puedes creer que ya hayan pasado dos años. Miras el Almanaque y te hace un guiño con una Cruz y una Calavera. Hasta maese Rascaviejas te recuerda que las vanitas representan el paso del tiempo. La calavera como precisión sin ecuánime de un tempus fugit evadido. Sonríes con un aire de abatimiento por la velocidad que las manecillas del reloj poseen, pero también con la felicidad y la gratitud para ellos. Para todos ellos. Todos aquellos que han hecho posible que el viejo jubón, ajado y raído por el paso del tiempo, siga empapándose porque siguen llegando amigos a los que tender una jarra de agua refrescante. Ya han pasado dos años. Dos años desde que un servidor abriera este puesto del agua. Dos años en los que han pasado a colmar y saciar su sed más de 66.000 personas. Y me paro a pensar y a recordar. A reflexionar. Fue hace dos años… y parece que fue ayer cuando empecé a dar agua.


Pero… ¿quién ha hecho posible que transcurran dos años de este rincón?, vuesas mercedes. Pardiez, que si no hubiera sido por ustedes el puesto del agua hubiera cerrado hace ya tiempo. Pero se mantiene. Sigue aquí. Servidor continúa preparando cántaras de agua y escanciando transparentes ríos de plata para que todo aquel que se acerque sacie su sed. Porque vuesas mercedes sois el motivo de que esto siga adelante. Nadie más. Sois vosotros los que hacéis posible que mi motivación siga adelante. Sois vosotros los que me animáis con vuestros comentarios. Sois vosotros los que traéis el verdadero manantial a este rincón que no es otro sitio que vuestra casa. Por eso, aunque rebusque entre las palabras y expresiones una “salve” de originalidad. Un discurso de agradecimiento al estilo de Pedro Almodóvar, sólo se me ocurre una palabra. Sencilla y simple. Antigua desde que los tiempos se movían entre construcciones clásicas y los laureles ceñían sienes de tronos altos. Sólo se me ocurre daros las gracias. Gracias a todos y cada uno de vosotros por hacer esto posible. Gracias a todos los amigos y parroquianos que llegan a este humilde rincón y dejan su comentario, opinión o idea, porque ellos lo hacen más grande con sus aportaciones y le dan vida. Gracias a todo aquel lector que sacia su sed en silencio y pasivamente porque ellos hacen que fluya el agua necesaria para mantenerlo abierto. Gracias a todos aquellos que han entrado alguna vez y a los que entran todos los días. Gracias por no dejarme sólo cuando el tiempo se contrae y me deja sin margen de error para escribir pero no desaparecéis. Gracias por todas las cosas que he aprendido con vosotros y las que me seguís enseñando. Gracias, de todo corazón, a todos vosotros, porque sin la presencia de cada una de vuesas mercedes, este puesto del agua no tendría sentido. Y es que los verderos protagonistas sois vosotros.

Dos años y el tiempo sigue siendo una lupa por la que mirar la realidad. A veces se emborrona si miramos lo rápido que pasa y otras, cuando nos paramos y disfrutamos de cada uno de sus momentos, nos ofrece imágenes nítidas y claras. Gracias a todos por compartir estos dos años del Aguador de Sevilla y hacer que este puesto del agua sea una realidad.



Vuestro amigo Ramsés.