Y flotaba. Todo flotaba en el aire. El eco de cornetas. La lejanía de pasos racheados. El olor a azahar. El olor a esparto. Flotaba todo como una nube de arena ocasional, sorprendida por la ausencia de aire. Sorprendida por la falta de sustento. Y se elevaba al cielo el humo negro de la cera. Y caían las lágrimas de mi cirio. Unas horas hacía tan sólo que había salido de la Basílica. Poco quedaba para volver. Sentía que todo se escapaba. Que se desvanecía como si de un recuerdo traslúcido se tratara. Apenas un minúsculo reflejo de plata. El alba me había sorprendido, de la misma forma que había sorprendido el Señor al Astro Rey, que asomaba por San Lorenzo rápidamente, para ver si este año, de una vez por todas, veía el rostro de el Cisquero, pero no le dio tiempo. Un año más. Un año más enfilaba Cardenal Spínola. Nombre de calle antigua. Estampa contemporánea que se recuperaba este año. El Cardenal sí vio al Señor con la túnica de los cardos balanceándose en el vaivén de la Madrugá. Uno de los últimos parones. ¡Qué rápido había pasado todo!. Un año de espera. Esta vez menos, pero fugaz como siempre. Mi cirio había rebajado. El Cielo se abría. Se iluminaba y dejaba ver la luz del Viernes Santo. Esa luz que me recordaba al Pregonero. Nuestro Pregonero: don Enrique, que tan bien había descrito con su magistral pluma. O su magistral teclado. Esa luz que entraba a chorros por mi antifaz. Qué diferente había sido el Jueves Santo. Acuné la llama entre las palmas de mis manos, negras por el hollín de la cera. La lluvia del Jueves Santo fue despiadada. Un año más, y ya van dos, el Cristo de la Fundación se quedó en su casa. No disfrutaríamos de uno de los palios más singulares de nuestra Semana Mayor. Los Ángeles se quedaban en casa. Dos años sin disfrutar de La Exaltación son muchos años. De nuevo desde el exilio. De nuevo sin contemplar ese gran barco. La nueva palidez del Cristo que es elevado para su tormento. Las lágrimas se suceden en muchos corazones. En muchos hermanos. En muchos sevillanos. Pero yo sé que hay dos corazones verdiblancos que también sufren por el agua caída del cielo. Mi amigo Finidiblanco se queda otro año sin salir. Sin poder acompañar a sus titulares. Y mi amiga Dama. Mi amiga Reyes... me acordaba de cómo se tuvo que perder en las Lágrimas de su Virgen. La misma que lloraba en Los Terceros a la par de sus hermanos. Sin Negritos, sin Exaltación y sin Cigarreras. Sin Virgen de la Victoria. Y no es baladí esa falta. Pero cuando todo parecía abocado al sufrimiento de otra jornada en blanco, la Cruz de Guía de Montesión se puso en la calle. Retraso. Pero un dulce retraso. El amigo Morís disfrutaría de su Estación de Penitencia. Me lo imaginaba bajo uno de esos antifaces, acompañado por su primo Raúl. ¡Qué buena noticia la salida del Olivo de la calle Feria!. Calleferia... ¡cuánto significado encerraba esa palabra la tarde del Jueves Santo para mí!. Mi amigo disfrutará este año. Tarde de mantilla y dulce. Tarde de calle Feria. Tarde para disfrutar del Rosario. Para disfrutar de su belleza. La Plaza de los Carros convertida en Valle de las Reinas. El amigo Nefer tiene que estar gozando. El Vizcaíno a rebosar. Reponer fuerzas o avituallamiento de salida. Mi memoría me trae amigos sin cesar. Y me daba cuenta de lo que significaba Montesión. Salía la Virgen del Rosario. Chocan los varales con las cuentas. Seguro que mi amiga Criticona gozó de ese momento. No podía ser de otra forma. No podía ser de otra manera... Calleferia. Y luego todo surgió como debía ser. Todo pasó como estaba escrito. La flor se abrió y surgió el embriagador perfume de la jornada. Quinta Angustia en La Magdalena y El Valle. Ese bendito Valle de lágrimas que tiene una Coronación de Espinas y una Calle de la Amargura. Llegó Tejera. Un hueco para don Pepín Tristán. Soleá Dame la Mano. Y llanto en La Campana. Y emoción en la calle. Esto se termina... o es el principio del fin. Corre el tiempo y queremos que se pare, que suena Virgen del Valle y llega Pasión. Ese Nazareno con la cruz al hombro que creara Martínez Montañés, y su Madre de la Merced. Y casi sin darnos cuenta, había pasado. Había llegado. Me ceñí el antifaz. Clareaba la mañana. Sólo unas horas... sólo unas horas antes. Lo efímero se hace patente en la Semana Santa. Recordaba todo el ritual. El rito y la regla, que certificara don Rafael Montesinos. Y ahora... ahora, mientras dejaba a mi mente vagar por el recuerdo, se consumía mi cirio, a la misma vez, o tal vez de la misma forma, que se consumía la Madrugá. Enfilando Cardenal Spínola. Dos nuevos golpes de canasto. Aviso para el último tirón. En mi mente, como el hilo musical de una película que se cierne sobre su final, tocaban caprichosos, casi al azar, los últimos sones de Jesús de las Penas. Cirios arriba. Arrastraba cada vez más los pies. El cansancio aumentaba. Caras de primera mañana apostadas contra la pared. Pasamos Santa Rosalía. Se vislumbra al final la torre de San Lorenzo. Clareada y bañada por la luz del alba.
Recordaba todo el ritual. Lo recordaba ahora que estaba en las puertas de San Lorenzo. Ahora que se escuchaba el rumor de la plaza. Ahora que sentía cómo la Madrugá se me iba entre las manos como la arena de ese reloj que no ha parado. Manto oscuro para la noche más grande del año en Sevilla. Manto oscuro y moteado de estrellas. Un mantel negro que nos ofrecía una suculenta luna de Parasceve llena. Un año más... Todo preparado. Me visto como siempre. Medalla. Papeleta de sitio. Mi padre me ciñe el cinturón de esparto mientras mi madre me pasa la cola por él, dejándola caer. Lo ajusta bien. Lo deja caer hasta la altura precisa. Sonrisa cariñosa de mis padres... Feliz Estación de Penitencia hijo. Rúan, esparto y cola. Una figura negra que surca la noche en solitario. Estilizado cono que se pierde en la oscuridad entre el silencio de sus propios pasos... por el camino más corto. Nazareno de El Gran Poder. La noche eterna de Sevilla. Basílica. La puerta de atrás. Me descubro y entro. Y entonces... entonces, todo se para. El único momento en el que se detiene el mundo. El único momento en el que deja de caer la arena de ese reloj que es el tiempo. El único momento en el que la fugacidad de la Semana Santa me da un respiro. El único momento en el que las horas y los segundos se congelan. Ese momento en el que llego frente al Hijo de Dios, mi corazón tiembla ante Su presencia y dos lágrimas recorren mi rostro cuando le pido por mi familia y todos aquellos que lo necesitan. Padre Nuestro que estás en el Cielo. El Que Todo Lo Puede. El de la amplia zancada. El tiempo se para. No hay minutos. Hay un momento. Sólo un Momento. Estamos Él y yo. Nuestro Padre Jesús del Gran Poder y uno de sus humildes nazarenos. Se congela el mundo. El rito de todos los años. Amén. Me persigno. Y busco a Su Madre. María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso. Dios Te Salve María. Baja Su Mirada. Gracias por dejarme acompañarte un año más. Amén. Me persigno. Crece el rumor. El mundo vuelve a girar. La arena vuelve a caer. Los segundos vuelven a desgranar la vida de los minutos, para que éstos despellejen a las horas en el eterno caminar del tiempo que no para. Del tiempo que no cesa y no espera a nadie. Miraba a mi alrededor, buscando con la mirada a aquellos amigos que estaban allí ahora, o que esperaba encontrar. Como mi amigo Jordi de Triana o Herodes Bético. Todo se ceñía. Pronto se abrirían las puertas.
Las mismas puertas que ahora veía. El diputado de tramo volvió a llamar la atención. Cirios arriba una vez más. ¿Tal vez la última?. Avanzábamos por el corazón de la Plaza de San Lorenzo. La luz bañaba rostros cansados y frescos. Rostros ojerosos de aquellos que esperaban a la Madre de Dios. Rostros radiantes de madrugadores que buscaban la gloria de los últimos retazos de la Madrugá. Recordé el pregón, "la única madrugá que termina a las dos de la tarde". ¿O era a las tres?. Para mí terminaba dentro de nada, pero era consciente de que aún quedaba más de un retal en los que refugiarse. Me sorprendí cuando dos nuevos golpes de canasto me instaban a bajar el cirio. Pocos metros quedaban hasta la puerta. Se iba. Se iba esa noche tan esperada. Esa noche en la que El Silencio de un Nazareno volvió a estremecer los corazones sevillanos con su cruz de carey. Y me acordé de mi amiga Mari Ángeles, y de lo que simboliza y significa para ella ese Nazareno. Ese Silencio atajado con Saetas de oboe. Esa cruz invertida que es flanqueada por dos ángeles con faroles. Y de mi amiga Lara. De lo que siente al contemplar ese racheo entrecortado de costaleros y escuchar la Mirada del Nazareno. Ese rostro de Concepción enmarcado en crestería de azahar. Y ese perfume. El perfume de Sevilla. Aún quedaba... Quedaba la Esperanza Macarena. Una Sentencia leída al aire para el bello rostro de Jesús. Mi amigo Alberto. Quedaba Centuria. Plumas blancas. Y Ella. Macarena. Su nombre lo llena todo. Quedaba Santa Ángela. Y seguro que mi amigo Roberto lo sabía, y captaría con su objetivo lo que nuestros ojos no ven. Quedaba Feria. Resolana. Quedaba Arco. Y seguro que mi amigo Vicenteeldelasalmendras lo sabía. Quedaba Macarena. Aún quedaba... Quedaba la Esperanza de Triana. Tres Caídas frente a un caballo que da un paso atrás. Mi amigo Emilio. Y Ella. Triana y su Madre Coronada. La Esperanza Morena. Quedaba Adriano. Y seguro que mi amigo Cáliz lo disfrutaba. Quedaba el Puente de Barcas. Y seguro que la señora de Orfila lo sabía. Quedaba el Altozano. Y seguro que mi amigo Moe lo vivía. Quedaba Trianera. Se iba un poquito de Madrugá. Las ocho menos diez, dijo alguien. Habíamos recuperado nuestro horario. Las ocho menos diez. Me acordé de mi amigo Maese Rancio, que este año no había podido acompañar a sus titulares, el Cristo del Calvario, la genial obra de don Francisco de Ocampo, y su Virgen de la Presentación, que a esa hora debían estar entrando en La Magdalena. Miraba al interior de la Basílica. El pequeño parón servía para no descolgar a nuestra Virgen. Aún quedaba... Quedaban Los Gitanos. Y mi amigo Híspalis lo sabía. Me acordé de él, pero no era la primera vez. Y de la futura Laura. Y de su madre. Quedaba el Señor de la Salud. Quedaba el balanceo de su túnica. Quedaba la Saeta. Quedaba El corazón Gitano. La pasión de Sevilla por el Manué. El reflejo dorado de la Gloria de la calle Verónica. Un pasito más miarma que estáis llamando a las puertas del Cielo. Se hiela la sangre mientras la emoción surge a borbotones, y las lágrimas del corazón se pierden entre los rostros de sus fieles. Llora la Virgen de las Angustias cuando llega a la plaza. Su Hijo la espera dentro. Todo se ha consumado. Todo se ha cumplido. Y quedan los recuerdos... Chasqueo de dedos. El diputado nos avisa. Todo se acaba. Se escucha venir el palio. Enmudece la plaza. El sonido de la mañana restalla en las gargantas de los vencejos. Último vistazo a la plaza tras mi antifaz. Mueren los pábilos al entrar a la Basílica. Huele a cera. Me descubro. Volutas de humo. Quedaba la vuelta. La Estación de Penitencia no termina hasta que llegas a casa. Dentro espera el Señor a Su Madre. Rostro lleno de plegarias. Padre Nuestro que estás en el Cielo. Y al darme la vuelta, aparece el palio de María Santísima del Mayor Dolor y Traspaso. Fuera estaría mi amiga Glauca. Recordando estampas del pasado. Recordando momentos de antaño. Acompañándola. Muere mi Madrugá. Entra de espaldas. Los hermanos la esperábamos. Chillan las zapatillas de los costaleros en el suelo. Candelería rebajada. Candelería consumida por Cronos, que todo lo devora. Nudo en la garganta. Se escapa entre las manos los últimos suspiros de esta mágica noche. Aún quedaba, pero para mí, concluía en ese momento. El momento en el que mi Virgen daba la vuelta ante sus hermanos, que llorábamos de emoción. El momento en el que sonaba el llamador por última vez. Suspiros bajo la bóveda de San Lorenzo. ¡Qué bonita viene!. Un año más. Se acabó. El tiempo corre y suena el último golpe en la Basílica de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. Gracias. Gracias un año más. Vuelta a casa. Caminé sobre mis pasos mientras el sol me calentaba la espalda. A lo lejos resonaba el eco de la noche. Luz del Viernes Santo. Azul del día después. Todo se había cumplido y entonces comprendí que se acababa todo. El final de la Semana Santa se precipitaba sin remedio. La mirada se volvió turbia. La espera comenzaba. Algo más de un año. Pero aún quedaba epílogo. El Viernes Santo se presagiaba magnífico.
Y cansado por la jornada anterior, salí a disfrutar. Salí a saborear los últimos retales. Cronos devoraba el día a marchas forzadas mientras Sevilla se echaba a la calle. Nadie se quería perder el Viernes Santo. La memoria desempolvaba tiempos pasados. Sacaba del desván de los recuerdos emociones perdidas en los últimos años. Sentimientos inundados por la lluvia. Este año sí. Y todo se tornó como debiera. Y se cumplieron las expectativas. Sevilla lo necesitaba. Desde el principio al final, observé cada antifaz. Desde la Cruz de Guía hasta el último monaguillo. El Romanticismo de la Carretería se mezclaba con mi búsqueda incesante. Ojos encontrados. Miradas cruzadas. Pupilas al acecho del rostro ocultado bajo el anonimato. El protagonismo es del Señor, por eso lleváis el rostro oculto, para ser personas anónimas, nos habían dicho antes de salir este año. Pero no cesé. No dejé de buscar. De mirar. Cirios tiniebla para una tarde de Gloria. Sin contar el tiempo, aunque corría como un condenado, llegó el barco de las Tres Cruces. Canasto alto. El Cristo de la Salud. No dejaba de acordarme de ella. Perfil surcando el anochecer del día. Pasa acompañado de sones cigarreros. Vuelven las miradas. ¿Dónde estará mi amiga Glauca?. Memoria rescatada y recuerdos hilvanados con terciopelo azul. Cirio en la mano. Llega la Virgen del Mayor Dolor en su Soledad. Y pasa. Como estaba pasando el día. Como estaba pasando la Semana Santa. Y luego Soledad de San Buenaventura. Y Expiración trianera frente a la Catedral. Un año más, Sevilla se perdió en esa mirada al Cielo. En esa media sonrisa del barrio alfarero. Esta vez sí. Algunos dicen que el Giraldillo lloraba. Yo no lo sé. Pero El Cachorro volvió a emocionar a Sevilla. Y luego el Nazareno de la calle Castilla y Su Madre Morena. Penachos blancos de Sol en la noche recién estrenada. Me acordé de mi amigo Lacava, que tenía que estar exultante. Carey bajo la luna. Triana junto a la Catedral. Quedaba poco. El Viernes Santo se consumía. La Semana se consumía. Tres Caídas para el último ruán. Mi amigo Canónigo estrenaba Hermandad. San Isidoro volvía a Luchana y tres cruces aparecían en el horizonte. Montserrat traía aires de los Montpensier y antes de que muriera la jornada, sonaba en los rincones de la ciudad la Muerte del Señor. Una campana tañía. El negro vestía al muñidor. Todo estaba cerca. Suspiraba la Semana Santa en la última revirá. Cogía aire para exhalar el último grito. Dieciocho ciriales cerraban el Viernes Santo en una Sagrada Mortaja, y abrían la siguiente jornada.
Y poco quedó ya. Había llegado. Casi sin quererlo. Amenazaba el cielo. Pinceladas de un rompimiento de Gloria que resultó ser oscuridad en la Muerte del Señor. Última jornada. Se escapa de las manos toda una Semana. La espera concluía apenas unos días atrás, pero ahora, todo había pasado. Rápidamente. La melancolía se apoderaba de la razón. Los sentimientos afloraban. Y casi sin esperarlo, escuché la última gran marcha. Virgen del Valle. Era caprichoso el azar. La misma marcha que el año pasado. Y dos veces. El año pasado... No había tardado tanto en pasar. Consuelo precoz, y quizás algo volátil. Llegaba La Piedad Servita. Virgen del Valle. Amenazante cielo. Miedo cosido a retales en lo profundo de nuestro corazón. Recuerdos de lluvia. Imágenes mojadas. Aún no llueve. ¿Llovería?. El tiempo, ese que ha jugado conmigo durante la Semana Santa, el mismo que a mis espaldas ha corrido, me dio la respuesta. La lluvia llegó. Pero aún me quedaba disfrutar de la Virgen de la Soledad. Precioso palio a los mismos sones. Virgen del Valle de nuevo. Y mi mente me trajo una sucesión de imágenes. Recuerdos en sepia de años pasados. Una llaga. Un costal. Una faja. Mi querido Tato marchando a San Marcos. Costalero de mi infancia. Palio de cajón unido a los recuerdos de mi niñez. Luego el Santo Entierro. Duelo en Alfonso XII y antes que todo... La Canina. La Muerte superó a La Muerte. Verdadero significado de todo. Y llegó lo que no se quería pero se esperaba. El cielo se cerró sobre Sevilla y La Soledad se cubrió de plásticos. Arreciaba el agua y mi corazón sufría como si estuviera ensartado de espinas. Lluvia. Paraguas. Que cierre más malo. Transistor. Desconcierto. Llanto. Paso de mudá... dolor. Emoción y dolor. Vuelta a casa bajo un manto de agua. Vuelve La Soledad. Extraño. Todo es extraño. La Soledad de San Lorenzo en la Plaza. Luces encendidas. Menos gente. Menos saetas. Se cierran las puertas de la Semana Santa. Un nudo en la garganta amenaza con transformarse en llanto. ¿Todo se ha consumado?. No. Pues se escucha La Salve. Los costaleros cantan. Hay un claro. Y ese claro se gusta. Se degusta. Las puertas de San Lorenzo ya se han cerrado, pero como en el interior de la caja de Pandora, después de La Soledad, queda La Esperanza. Y volvía a su barrio. Más rápido que otros años... pero Esperanza al fin y al cabo. Llagas en el corazón de los sevillanos, Sagrado Decreto... quedaba la Esperanza. Y luego la Gloria se haría Resucitado en San Luis. Santa Marina se vestiría de blanco. Y el alba recibiría a la Aurora. Y ahora sí, Resurrección. Todo se ha consumado. Todo se ha cumplido.
EPÍLOGO
Caminaba por las calles de mi ciudad. Las ruedas de los coches chirriaban. Olía a cera. O tal vez era mi subconsciente. Todo se había consumado rápidamente. Olía a azahar y creía que el tiempo había vuelto atrás. No se escuchaban golpes de canasto. Ni el rachear de zapatillas. No olía a incienso. Todo había vuelto a la normalidad. Se desmontaban parihuelas y las Imágenes volvían a sus altares. La melancolía me embargaba. Pero recordé que era una Tristeza Necesaria. Me encaminé hacia San Lorenzo. Aún quedaban rastros de cera en el suelo. Cronos había devorado la Semana Santa rápidamente. El reloj seguía su curso y la arena no dejaba de caer. En mi cabeza volvía a sonar Virgen del Valle. La fugacidad de la vida. La vanitas barroca. La Semana Santa como paradigma del Barroco. Brevedad efímera en sí misma que se consume con el crepitar de la cera. Todo pasa y todo queda. Me acercaba a las puertas de la Basílica del Gran Poder. Aquí comenzó todo, pensé. Y era cierto. Todo comenzaba ahí. En el corazón de San Lorenzo. Todo comenzaba el uno de enero. Todo comenzaba en el rostro del Cisquero. Cuando los cirios cumplen Quinario al Que Todo Lo Puede. Epifanía para el Señor. Seis de enero. Entré y me persigné. Otra vez allí. Esta vez era diferente. Todo estaba recogido. No había nazarenos. No había capirotes. No olía a cera. Gracias Señor. Me volví a persignar y salí de la Basílica. Sólo quedaba un año. Un año y de nuevo estaría aquí. Menos de un año y de nuevo vísperas. Aunque los jartibles vivimos siempre en vísperas. Sonreí cuando crucé la Plaza de San Lorenzo. Me paré y me volví. Dentro de un mes el Señor y su Bendita Madre volverán a cruzar por aquí, pensé. Volví a sonreír y seguí mi camino. ¿Cuánto quedaba...? Ah sí... 370 días.