martes, 23 de marzo de 2010

Luz de Viernes

Dicen que tiene una leyenda. Cuentan que su nombre se debe a un gitano de la cava, allí por la antigua alfarería de la niña de Sevilla. Que el imaginero talló la agonía en madera de sentimiento. Otros dicen que su apodo viene del cariño de los gitanos de Triana, que lo tratan con el amor que se reserva a un niño, y ¿acaso no es el Hijo del Hombre?. Algunos opinan, sin embargo, que se llama así porque es el “Cachorro del León de Judá”. Qué más da... Es el Santísimo Cristo de la Expiración, el Cachorro, y lo que mucha gente no sabe, es que la Luz del Viernes Santo está en Su Mirada.

Ya no será lo mismo, porque todo es diferente. El final se acerca y todo reluce pero con un brillo distinto. Hay un cierto toque mate que bruñe las formas del día sacando un lustre de nostalgia y melancolía. Todo tiene una belleza sutil y delicada, casi insinuada. Se presiente la culminación y los roces suaves de la Pasión se deslizan con un tacto sedoso y terso, dúctil a la percepción de un sueño. Todo parece ya lejano y el Domingo de Ramos se convierte en huella para nuestra memoria. Se siente el final haciéndose eco repetido en el abismo de lo ascético. Todo aparece tremendamente reposado, sosegado y apacible. Se va cerrando la Semana en un curvo omega, tan extremo de aquel alfa luminoso. La luz es diferente. Todo será diferente. Se ahoga en un suspiro de último estertor el gozo y la alegría tan esperada y ansiada. No falta más aire en los pulmones del que espera, que justo antes de la ansiada llegada, y más pena marchita, que ver partir aquello que tanto se ha deseado. Por eso la luz del Viernes Santo es diferente. Alumbra con un velo transparente, traslúcido, un divino telón calado que deja ver un haz luminoso que se derrite. Se consume. Como la cera del penitente, que derrama lágrimas de tiempo consumido en la ilusión vivida en una Semana. Todo se acaba ya. Es el fin y no queremos verlo. Llegan las postrimerías de la Pasión, rebajadas como la candelería de un palio a su vuelta. Es el principio del fin, y llega con una luz diferente.

Y es en ese momento cuando sentimos que se nos va. Que no podemos hacer nada por parar el tiempo. Hay detalles que se repiten cada año, pero de forma distinta. No es lo mismo. El Barroco está presente en todos y cada uno de los pormenores que exornan la Semana Santa de Sevilla, sello inconfundible del tempus fugit. Hay una sensación de lo efímero y breve. Un examen meticuloso del paso del tiempo y de cómo los momentos experimentados un año, no serán iguales al siguiente. Todo es diferente y el prisma cambia. La sombra de aquel nazareno volviendo a casa por el camino más corto, alargada como el recuerdo de lo vivido, será un epílogo que anteceda la cubierta final del libro sagrado de la Gloria. Sólo la luz del Viernes Santo se repetirá. Una luz que irradia de una Mirada.


Ese final barroco aparece insinuado desde el principio. Le dio forma Francisco Antonio Gijón, y los años han querido que se difumine en retales a lo largo de los Siete Días Sagrados. Pero es el Viernes Santo cuando lo recordamos. Cuando miramos hacia atrás, y aún sentimos la sangre del pelícano que se abre el pecho por sus hijos. Porque se puede morir por Amor, y quien lo dude, que vaya al Salvador. O cuando el presente llama a nuestra conciencia y un Cirineo ayuda a llevar el peso de la cruz del último ruán negro. Cuando volvemos a sentir escalofríos en nuestra espalda al ver pasar al Gran Poder con su poderosa zancada, sobre la canastilla del creador del Cachorro. Porque cuando vio terminada su obra, ese Crucificado, Francisco Antonio Gijón se emocionó. No lo sabía, pero había creado el final del Barroco. Lo ignoraba, pero el colofón de lo efímero quedaba resumido en la agonía que tenía frente a él. Desconocía que los años lo recordarían como el ilustre imaginero que tallara la leyenda de un moribundo de Triana. Ya lo dijo don Antonio Núñez de Herrera: “Él le vio morir. Y aún le ve, con el recuerdo en las manos y la visión atormentada en el filo de las gubias. Después ¡Santana bendita! El escultor sigue viéndolo, transfigurado, cierto, con los ojos de la cara. Muchedumbre de gentes lo verían”. ¿Qué podía hacer?.

No pudo hacer otra cosa Francisco Antonio Gijón que emocionarse. Quiso esculpir la Expiración del Señor, y cinceló la volatilidad de una mortaja aún con vida. La abstracción de un rayo eterno que ilumina de forma diferente una tarde de luto en Sevilla. Lo etéreo convertido en madera y la espiritualidad en forma de suspiro agónico. Consiguió materializar lo divino y el espolón de la vida como remate en una Mirada al Cielo. No pudo hacer otra cosa que emocionarse, porque al contemplar su obra, Francisco Antonio Gijón se dio cuenta que había tallado la Luz. Porque el Viernes Santo no amanece cuando se escucha El Silencio de vuelta en San Antonio Abad, o cuando los vencejos reciben al Señor de Sevilla y a Su Bendita Madre del Mayor Dolor y Traspaso. Ni cuando el Calvario sella La Magdalena. Ni siquiera cuando la Esperanza se reparte por las dos orillas del Guadalquivir y un Gitano vuelve con los labios moraos a la calle Verónica. El Viernes Santo amanece a las tres de la tarde en la cava de Triana, y es entonces, sólo entonces, cuando podemos darnos cuenta que la luz de Sevilla es diferente. Ya no es la luminosidad del Domingo Ramos. La claridad del Lunes Santo. La alegría del Martes o el colorido del Miércoles. El brillo radiante y azul del Jueves Santo. La Luz del Viernes está en la Mirada glauca del Señor del Cachorro. El Santísimo Cristo de la Expiración que eleva su último estertor al Cielo de Sevilla para morir un año más en el ocaso malva de Triana. Allí dónde los rayos del día se desvanecen y se hunde el Sol para escribir el epílogo de una Semana que morirá al día siguiente, y volverá a nacer el Domingo de Resurrección. El principio del fin. Filosofía grabada a fuego de la Semana Santa de Sevilla. Se apagan los cirios de la Pasión y la Luz se derrama por el Cielo. Ha muerto el Cachorro.


Dicen que el Señor murió la Madrugá del Viernes Santo, pero en realidad lo hace cuando llega la noche, cuando la Expiración cruza el puente y exhala en Triana, a la altura de Callao, donde el Cachorro es un gitano con la cara del Hijo de Dios.

Texto publicado en la revista "Último Tramo" de 2009.
Fotografías gracias a
Canónigo Alberico y Diego Escobedo

7 comentarios:

Juan Duque Oliva dijo...

Impresionante extrada, no se podía merecer otra cosa la mirada más inquietante de la Semana Santa sevillana.

Un año hicieron un cartel con una foto de frente, lo tenía encima de la cama y que quieres que te diga lo tuve que quitar.

Es de las pocas procesiones que intento ver todos los años

Un abrazo

Zapateiro dijo...

Impresionante talla la del Cachorro e inmejorable día para adentrarse en Triana y dejarse llevar por los sentidos.

¡Qué cierto es lo de la luz del Viernes Santo! La luna nos estará esperando.

América dijo...

Emotivo texto que me ha calado hasta emocionarme,lo he sentido tan cerca como esa oportunidad que tuve de ver la talla maravillosa.

Texto,imagen y música son el mejor regalo para aquellos que estamos lejos y sentimos gracias a tu letras ese día tan especial cuando Sevilla tiene una luz diferente.

Un cordial saludo.

Reyes dijo...

Qué maravilla, sólo puedo decirte que es una maravilla.

Antonio dijo...

Tras esto sólo queda pegarse a sus faldones y recorrer con Él toda la calle Castilla.

Calleferia dijo...

No muere Ram, no muere. El Cachorro nunca muere.

Se que entradas cómo esta no pueden hacerse todos los días, pero echo de menos que escribas más a menudo.

Un beso.

DIEGO ESCOBEDO LOZANO dijo...

Como dijo Herrera:

Eres Dios o eres madera?
Eres hombre, eres cualquiera?
O eres solo primavera
Que Triana a su manera
No ha dejado que muriera?

Aun me tiemblan las piernas, Ram.
Esa idea de escribir sobre las fotos, debe llevarse a cabo.
Abrazos y besitos cofrades.