1958. Ya sabía que iba a participar. Estaba convencido. No era un festival cualquiera. Era San Remo. Sus escasos siete años de vida ya lo encumbraban como uno de los festivales más famosos de Italia. Aún así, Doménico tenía sus dudas. Sus amigos lo animaban, recordándole que no hacía tanto, tan solo cuatro años, que Frank Sinatra había quedado entusiasmado con su actuación. Fue en un homenaje que la RAI dedicó a la figura del cantante estadounidense. Doménico sonreía cada vez que se acordaba. Subió al escenario con su guitarra y comenzó a cantar. Le gustaba hacerlo en el dialecto italiano que dominaba, una mezcla entre el Siciliano y el Pugliese, aunque este detalle solía chocar a los que lo escuchaban. No fue el caso de Frank Sinatra, que acabó sorprendido por la innovación de Doménico y su ya inconfundible bigote. Se perdía por los recuerdos que asaltaban su memoria mientras caminaba por la Vía del Corso. Tenía que componer una canción.
1917. Su muñeca se movía sola. Su mano llevaba al lienzo lo que su cabeza le proyectaba. En el mundo exterior suenan los nervios de la tensión. Dentro de su cabeza, la estructura del cuadro. Dentro del estómago las mariposas de amor. La Revolución Rusa puede traer esperanza. Pronto acabará todo. Entra Bella. La contempla. Se sabe de memoria sus facciones, pero no se resiste a repasarlas una vez más, a dejarse llevar por el amor y su belleza. Le traía tortas caseras, unas veces, pescado frito, otras. Esta vez traía un vaso de leche hervida. Le besó y él se dejó besar. El pincel en su mano esperaba una reacción. Ella abrió la ventana para que entrara el azul del cielo y las flores. El amor había entrado mucho tiempo atrás. Nuevo beso. Bella sale del estudio. De nuevo al trabajo. Ya se perfilan las siluetas. La alegría lo envuelve. Rusia se estremece con los acontecimientos. No siempre es mala señal una Revolución. Sonríe. Hay una esperanza salvadora e igualitaria legalmente respecto a los judíos. Extiende el pincel en el lienzo. Las tonalidades rosáceas comienzan a dar vida. Sentía la necesidad de representar el detalle emocional y sentimental. Estaba exultante. Se sentía capaz de volar.
1958. El papel sobre la mesa mostraba el estado de su mente. Contemplar su superficie inmaculada lo desesperaba más aún. El sol entraba por la ventana. Se levantó y dio unas vueltas por el salón. ¿A quién quería engañar?, era un perfecto desconocido. Y qué si una vez sorprendió al gran Frank Sinatra. Tan solo tenía un pequeño círculo que lo apoyaba. Le gustaba componer y cantar, pero ahora era San Remo. Una vuelta más. Sabía que podía hacerlo, pero ese maldito papel blanco no hacía más que reírse de él. Y entonces, casi sin querer, posó la mirada en unas láminas olvidadas que tenía en el mueble. Se acercó, casi agradecido por aquella distracción. Las láminas le venían de perlas para olvidar la mofa que le sugería la blancura del papel. Las fué pasando. Eran reproducciones de obras artísticas. Alguien se las trajo hace poco, pero nunca las llegó a ver todas. Pinturas antiguas y contemporáneas. Fue pasándolas una a una, deteniéndose en todas aquellas que le llamaban la atención. Y entonces la vio. Dejó las demás sobre la mesa. Se sentó lentamente sin dejar de mirarla. El cuadro que se reproducía era hermoso. Bellísimo. Decía algo más de lo que se representaba. Casi se podía escuchar. Y sentir. Él lo sentía. Escuchaba aquella canción. Podía escucharla a través del cuadro que se reproducía en la lámina que sostenía en sus manos. La dejó en la mesa y cogió su pluma. Miró al papel con aire triunfal y comenzó a escribir mientras tarareaba.
1918. Los bolcheviques habían finalizado la guerra. Los judíos habían adquirido, por fin, los mismos derechos civiles que los rusos. Los primeros tiempos de la revolución estuvieron caracterizados por un ferviente optimismo. A Moshe Segal le deparaba ese año un puesto oficial: Comisario de Bellas Artes en Vitebsk. Pero eso sería en septiembre, ahora intentaba terminar un cuadro que comenzó en las postrimerías de 1917. Tan sólo quedaban algunos retoques. Lo contempló mientras preparaba las pinturas. Las dos figuras se perfilaban sin problemas. Su propio retrato en el centro de la composición, elegantemente vestido con un conjunto negro y camisa blanca de amplio cuello. Sonriente. Una radiante sonrisa. Con su mano izquierda sujetaba a Bella, que se elevaba y se sentía volar. Embadurnó su pincel de pintura para concluir aquel paseo. Un auténtico manifiesto de la felicidad hallada junto a su esposa. Era una alegría infinita y de una nueva visión, dominada por el poder de la fantasía y de la creatividad combinadas con el amor. En ese momento entró Bella en el estudio con unas tortas caseras, le besó y salió. Acababa de recibir el último empujón necesario para concluir la obra.
1958. De un tirón. Había concluido la letra de un plumazo. En unos minutos. Cogió la lámina entre sus manos y observó el cuadro allí representado. Era bellísimo. Irradiaba una sensación de felicidad y amor inconmensurables. Doménico estudió la técnica utilizada por su creador. Era un pintor tremendamente moderno, o al menos, su manera de pintar así le indicaban. Uso no realista de los colores, fragmentación de las formas y estilización de las figuras. Rozaba, sino palpaba de lleno, el Surrealismo. Estaba seguro que era una obra contemporánea. Incluso reciente. Hacía que lo mundano tuviera un aspecto milagroso. La pareja que ocupaba la composición era tremendamente feliz. Él sonreía mientras agarraba a su pareja con la mano izquierda, que volaba y se elevaba como si fuera una cometa, presa del amor. Doménico había escrito la canción que presentaría en el festival dejándose llevar por la música que emanaba de ese cuadro, sin embargo, no había visto su título. Le dio la vuelta y observó el nombre y la fecha escritas en el dorso... no se lo podía creer.
1918. Se limpiaba las manos mientras observaba cómo había quedado su obra. Bella entró en el estudio en ese mismo instante. Se acercó a su amado esposo y le besó, para luego contemplar el cuadro. Sonrió y le miró. Él le devolvió la sonrisa y volvió a deleitarse con el resultado de la pintura. El amor se sentía en cada rincón de la escena, pero sobre todo se dejaba sentir en los rostros de los enamorados. Él sonreía y ella volaba atrapada en una racha de amor. El vuelo. La capacidad de volar. O de sentirse volar. La representación iconográfica del sentimiento amoroso era para él el vuelo. El valor profundo del vuelo alude al poder inherente a lo sobrenatural, condición que es posible alcanzar mediante el amor, motor dinámico de la creación. Y tanto Moshe como Bella, estaban totalmente colmados de amor. Ella tenía los ojos húmedos. Estaba emocionada. Sonreía de felicidad. De amor. Él la besó.
1958. Tenía las manos heladas. El pulso acelerado. En el pecho no paraba de latirle el corazón. Le tocaba a él. Miró a su compañero, Johnny Dorelli, que le ayudaría en su actuación. Le sonrió. Iba a saltar al escenario de San Remo. Todo había ocurrido tan deprisa... Entonces prestó atención. Comenzaba la música. Era su turno. Se pasó dos dedos por su minúsculo y arreglado bigote. Se ajustó la chaqueta y la pajarita y cruzó el umbral que le dejaba ver al público. Seguía nervioso, pero ya todo ocurría rápidamente. Bajó las escaleras. Saludó al público, que aplaudía fervientemente, y se plantó frente al micrófono. Comenzó la música que tantas veces había escuchado y se dejó llevar.
1958. No sabía cómo, pero finalmente se había decidido verlo. Estaba muy cansado, pero allí estaba, en la siempre bella París, a la que él denominaba “mi segunda Vitebsk”, viendo el Festival de San Remo en uno de los pocos televisores que había. Gianni Agus y Fulvia Colombo eran los presentadores de esta edición. Estaban anunciando un nuevo cantautor. La canción se titulaba “Nel blu dipinto di blu”. Curioso título. Moshe comenzó a bostezar. Apareció el protagonista. Un tal Doménico Modugno. Un eterno bigote actuaba como pincelada de su cara. Comenzó la música y empezó a cantar. De pronto se dio cuenta de algo. Esa música... ¿a qué le recordaba?. De pronto la vio. Allí estaba. Era su desaparecida Bella. Sus ojos se le llenaron de lágrimas. Modugno rompía el ritmo. ¡¡Volare!!. Segal se dejó llevar por aquella música que le recordaba un paseo. Un delicioso paseo en Vitebsk. Y entonces recordó a su eterno amor. Y la vio volar. Y lloró.
1958. ¡¡Volare!! Doménico Modugno se dejaba llevar por la magia que él mismo había creado. Estaba volando con la canción. Abrió los brazos y la gente comenzó a aplaudir. Doménico se sentía feliz. Movía los brazos. Estaba embelesado. Embriagado de alegría. Y llegó al final. Menos tensión. Relajación. Todo ha pasado. Baja la cabeza y escucha el último toque de la orquesta. El éxito es inmediato. El público enloquece y se deshace en palmas. Un sonoro aplauso envuelve a Doménico que, exultante, sonríe y agradece la ovación.
El paseo – Marc Chagall, 1917-1918
Para María...