viernes, 26 de marzo de 2010

Cera


Velo oscuro de la promesa. Rocalla rizada del costado de palio. Rojo sangre del cuerpo de Cristo. Lumbre de sentimientos ante las lágrimas de cristal de la Madre de Dios. Tinieblas que iluminan la oscuridad del día. La luz de la fe. El fuego de la lengua que sigue el camino de la cruz. Ni se creará ni se destruirá, sólo se transformará en el tiempo fugado y breve que el Barroco materializa en siete días de Pasión. La cera es el preludio, la señal del comienzo, el mejor testigo de la Semana Santa, la marca más efímera que sufre la ciudad cuando todo se haya cumplido. Se consumirá con el aire de siete días, que son toda una vida, pero permanecerá en nuestros corazones desde la infancia.

Como la vanitas del Barroco, el suspiro de sabernos mortales, de la presencia de la Muerte, nos hace tener constancia del paso del tiempo. Si hay un elemento común en la Semana Santa que nos recuerda lo efímero de la misma, es la cera. Cuando se es niño, la cera es el mayor juego para la espera eterna de la llegada del paso. Las filas de nazarenos se multiplican y los cientos se convierten en miles. No hay número limitado en la infancia inocente del niño, pues las horas son siglos, como dijo el poeta. La espera es consumida por una bola de cera que no deja de crecer, como el niño que la alimenta. La cera se convierte en ilusión. Su picadura ardiente sorprenderá la inocencia de aquellos que no necesitan comprender lo que ocurre, porque lo están viviendo. La promesa, transmutada en luz de fe, se derrite en la penitencia como testigo de lo ocurrido, y desprenderá sus lágrimas de color sobre la bola de un niño. Principio, fin y principio de nuevo. La penitencia transformada en ilusión. El adulto sabe que la señal que deja la cera en el alma es más duradera que el calor que emana del pabilo, pero el chiquillo aún no lo sabe. La madurez se ha consumado y la ilusión deja paso a una conciencia del transcurrir del tiempo. Reloj de cera que se derrite cada año en las manos del niño hecho hombre.

Un año la bola dejará de crecer y descansará en un cajón junto al pañuelo de papel que servía para evitar la breve quemadura. Allí estarán las estampas dobladas por las esquinas y los caramelos que no se comieron. En ese cajón se guarda el juego de la espera penitencial, el tacto de la sonrisa de la infancia, el olor de la crepitación del humo, el sonido de la ilusión al gotear el tiempo derretido ante sus ojos. En ese cajón se guardan los años endurecidos en una bola que dejará de crecer porque el niño ya es adulto y la razón no deja entender lo que ocurre. Ya no hay que esperar al reloj porque es el tiempo el que se consume tan rápido como la cera de la promesa al cuadril, como la la penitencia que da luz.

Cuando todo se haya consumido quedará ella, como no podía ser de otra forma. La ciudad se vestirá con una alfombra de colores que demuestran el camino que ha seguido el Hijo de Dios y Su Bendita Madre. Y un año más, el niño seguirá pidiendo cera, mientras el adulto sabe que la verdadera marca de su infancia se queda guardada en el cajón de su alma, fundida y consolidada, como aquella bola que descansa en el cajón de los recuerdos de su niñez.

Texto publicado en la revista "Último Tramo" de 2010.
Excelente imagen del
Canónigo Alberico

martes, 23 de marzo de 2010

Luz de Viernes

Dicen que tiene una leyenda. Cuentan que su nombre se debe a un gitano de la cava, allí por la antigua alfarería de la niña de Sevilla. Que el imaginero talló la agonía en madera de sentimiento. Otros dicen que su apodo viene del cariño de los gitanos de Triana, que lo tratan con el amor que se reserva a un niño, y ¿acaso no es el Hijo del Hombre?. Algunos opinan, sin embargo, que se llama así porque es el “Cachorro del León de Judá”. Qué más da... Es el Santísimo Cristo de la Expiración, el Cachorro, y lo que mucha gente no sabe, es que la Luz del Viernes Santo está en Su Mirada.

Ya no será lo mismo, porque todo es diferente. El final se acerca y todo reluce pero con un brillo distinto. Hay un cierto toque mate que bruñe las formas del día sacando un lustre de nostalgia y melancolía. Todo tiene una belleza sutil y delicada, casi insinuada. Se presiente la culminación y los roces suaves de la Pasión se deslizan con un tacto sedoso y terso, dúctil a la percepción de un sueño. Todo parece ya lejano y el Domingo de Ramos se convierte en huella para nuestra memoria. Se siente el final haciéndose eco repetido en el abismo de lo ascético. Todo aparece tremendamente reposado, sosegado y apacible. Se va cerrando la Semana en un curvo omega, tan extremo de aquel alfa luminoso. La luz es diferente. Todo será diferente. Se ahoga en un suspiro de último estertor el gozo y la alegría tan esperada y ansiada. No falta más aire en los pulmones del que espera, que justo antes de la ansiada llegada, y más pena marchita, que ver partir aquello que tanto se ha deseado. Por eso la luz del Viernes Santo es diferente. Alumbra con un velo transparente, traslúcido, un divino telón calado que deja ver un haz luminoso que se derrite. Se consume. Como la cera del penitente, que derrama lágrimas de tiempo consumido en la ilusión vivida en una Semana. Todo se acaba ya. Es el fin y no queremos verlo. Llegan las postrimerías de la Pasión, rebajadas como la candelería de un palio a su vuelta. Es el principio del fin, y llega con una luz diferente.

Y es en ese momento cuando sentimos que se nos va. Que no podemos hacer nada por parar el tiempo. Hay detalles que se repiten cada año, pero de forma distinta. No es lo mismo. El Barroco está presente en todos y cada uno de los pormenores que exornan la Semana Santa de Sevilla, sello inconfundible del tempus fugit. Hay una sensación de lo efímero y breve. Un examen meticuloso del paso del tiempo y de cómo los momentos experimentados un año, no serán iguales al siguiente. Todo es diferente y el prisma cambia. La sombra de aquel nazareno volviendo a casa por el camino más corto, alargada como el recuerdo de lo vivido, será un epílogo que anteceda la cubierta final del libro sagrado de la Gloria. Sólo la luz del Viernes Santo se repetirá. Una luz que irradia de una Mirada.


Ese final barroco aparece insinuado desde el principio. Le dio forma Francisco Antonio Gijón, y los años han querido que se difumine en retales a lo largo de los Siete Días Sagrados. Pero es el Viernes Santo cuando lo recordamos. Cuando miramos hacia atrás, y aún sentimos la sangre del pelícano que se abre el pecho por sus hijos. Porque se puede morir por Amor, y quien lo dude, que vaya al Salvador. O cuando el presente llama a nuestra conciencia y un Cirineo ayuda a llevar el peso de la cruz del último ruán negro. Cuando volvemos a sentir escalofríos en nuestra espalda al ver pasar al Gran Poder con su poderosa zancada, sobre la canastilla del creador del Cachorro. Porque cuando vio terminada su obra, ese Crucificado, Francisco Antonio Gijón se emocionó. No lo sabía, pero había creado el final del Barroco. Lo ignoraba, pero el colofón de lo efímero quedaba resumido en la agonía que tenía frente a él. Desconocía que los años lo recordarían como el ilustre imaginero que tallara la leyenda de un moribundo de Triana. Ya lo dijo don Antonio Núñez de Herrera: “Él le vio morir. Y aún le ve, con el recuerdo en las manos y la visión atormentada en el filo de las gubias. Después ¡Santana bendita! El escultor sigue viéndolo, transfigurado, cierto, con los ojos de la cara. Muchedumbre de gentes lo verían”. ¿Qué podía hacer?.

No pudo hacer otra cosa Francisco Antonio Gijón que emocionarse. Quiso esculpir la Expiración del Señor, y cinceló la volatilidad de una mortaja aún con vida. La abstracción de un rayo eterno que ilumina de forma diferente una tarde de luto en Sevilla. Lo etéreo convertido en madera y la espiritualidad en forma de suspiro agónico. Consiguió materializar lo divino y el espolón de la vida como remate en una Mirada al Cielo. No pudo hacer otra cosa que emocionarse, porque al contemplar su obra, Francisco Antonio Gijón se dio cuenta que había tallado la Luz. Porque el Viernes Santo no amanece cuando se escucha El Silencio de vuelta en San Antonio Abad, o cuando los vencejos reciben al Señor de Sevilla y a Su Bendita Madre del Mayor Dolor y Traspaso. Ni cuando el Calvario sella La Magdalena. Ni siquiera cuando la Esperanza se reparte por las dos orillas del Guadalquivir y un Gitano vuelve con los labios moraos a la calle Verónica. El Viernes Santo amanece a las tres de la tarde en la cava de Triana, y es entonces, sólo entonces, cuando podemos darnos cuenta que la luz de Sevilla es diferente. Ya no es la luminosidad del Domingo Ramos. La claridad del Lunes Santo. La alegría del Martes o el colorido del Miércoles. El brillo radiante y azul del Jueves Santo. La Luz del Viernes está en la Mirada glauca del Señor del Cachorro. El Santísimo Cristo de la Expiración que eleva su último estertor al Cielo de Sevilla para morir un año más en el ocaso malva de Triana. Allí dónde los rayos del día se desvanecen y se hunde el Sol para escribir el epílogo de una Semana que morirá al día siguiente, y volverá a nacer el Domingo de Resurrección. El principio del fin. Filosofía grabada a fuego de la Semana Santa de Sevilla. Se apagan los cirios de la Pasión y la Luz se derrama por el Cielo. Ha muerto el Cachorro.


Dicen que el Señor murió la Madrugá del Viernes Santo, pero en realidad lo hace cuando llega la noche, cuando la Expiración cruza el puente y exhala en Triana, a la altura de Callao, donde el Cachorro es un gitano con la cara del Hijo de Dios.

Texto publicado en la revista "Último Tramo" de 2009.
Fotografías gracias a
Canónigo Alberico y Diego Escobedo