Velo oscuro de la promesa. Rocalla rizada del costado de palio. Rojo sangre del cuerpo de Cristo. Lumbre de sentimientos ante las lágrimas de cristal de la Madre de Dios. Tinieblas que iluminan la oscuridad del día. La luz de la fe. El fuego de la lengua que sigue el camino de la cruz. Ni se creará ni se destruirá, sólo se transformará en el tiempo fugado y breve que el Barroco materializa en siete días de Pasión. La cera es el preludio, la señal del comienzo, el mejor testigo de la Semana Santa, la marca más efímera que sufre la ciudad cuando todo se haya cumplido. Se consumirá con el aire de siete días, que son toda una vida, pero permanecerá en nuestros corazones desde la infancia.
Como la vanitas del Barroco, el suspiro de sabernos mortales, de la presencia de la Muerte, nos hace tener constancia del paso del tiempo. Si hay un elemento común en la Semana Santa que nos recuerda lo efímero de la misma, es la cera. Cuando se es niño, la cera es el mayor juego para la espera eterna de la llegada del paso. Las filas de nazarenos se multiplican y los cientos se convierten en miles. No hay número limitado en la infancia inocente del niño, pues las horas son siglos, como dijo el poeta. La espera es consumida por una bola de cera que no deja de crecer, como el niño que la alimenta. La cera se convierte en ilusión. Su picadura ardiente sorprenderá la inocencia de aquellos que no necesitan comprender lo que ocurre, porque lo están viviendo. La promesa, transmutada en luz de fe, se derrite en la penitencia como testigo de lo ocurrido, y desprenderá sus lágrimas de color sobre la bola de un niño. Principio, fin y principio de nuevo. La penitencia transformada en ilusión. El adulto sabe que la señal que deja la cera en el alma es más duradera que el calor que emana del pabilo, pero el chiquillo aún no lo sabe. La madurez se ha consumado y la ilusión deja paso a una conciencia del transcurrir del tiempo. Reloj de cera que se derrite cada año en las manos del niño hecho hombre.
Un año la bola dejará de crecer y descansará en un cajón junto al pañuelo de papel que servía para evitar la breve quemadura. Allí estarán las estampas dobladas por las esquinas y los caramelos que no se comieron. En ese cajón se guarda el juego de la espera penitencial, el tacto de la sonrisa de la infancia, el olor de la crepitación del humo, el sonido de la ilusión al gotear el tiempo derretido ante sus ojos. En ese cajón se guardan los años endurecidos en una bola que dejará de crecer porque el niño ya es adulto y la razón no deja entender lo que ocurre. Ya no hay que esperar al reloj porque es el tiempo el que se consume tan rápido como la cera de la promesa al cuadril, como la la penitencia que da luz.
Cuando todo se haya consumido quedará ella, como no podía ser de otra forma. La ciudad se vestirá con una alfombra de colores que demuestran el camino que ha seguido el Hijo de Dios y Su Bendita Madre. Y un año más, el niño seguirá pidiendo cera, mientras el adulto sabe que la verdadera marca de su infancia se queda guardada en el cajón de su alma, fundida y consolidada, como aquella bola que descansa en el cajón de los recuerdos de su niñez.
Texto publicado en la revista "Último Tramo" de 2010.
Excelente imagen del Canónigo Alberico
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