Hoy ya es mañana y no hay pasos. Siempre nos apoyamos en el mañana para no consumir el presente demasiado cuando vivimos la Semana Santa. Siempre queda un día más. Siempre tenemos la esperanza de volver a ver aparecer dos parejas de ciriales detrás de una esquina, o una nube de incienso velándonos la mirada de unas bambalinas. Hoy ya es mañana y Sevilla está vacía de cera. Ya terminó. Ya acabó. Todo pasa y todo queda. Se fue tan rápido como vino y de la misma forma que se desvanece el perfume de azahar cuando el incienso se guarda en navetas de fe. La Semana Santa es una vida que se rueda en Siete Días, una vida diferente a la que se desarrolla el resto del año. Ya lo dijo Caro Romero, "el mundo es ancho y difuso, la vida es una semana". Pero ¡qué semana! Y es así como nos encontramos, tristes y nostálgicos, todos aquellos que vivimos esta vida de Siete Días. Nos abraza la melancolía, con retales quebrados de compasión, cuando amanece un nuevo lunes, que ya no tendrá ni faldones ni varales.
A veces el final se contempla como un palio que se va. El palio se aleja lentamente y deja atrás un sabor agridulce que nos envuelve de melancolía y nostalgia. Una vez más, el tiempo se ha vuelto traicionero y nos engaña con engarces de belleza atrapados en suspiros etéreos y efímeros. El vaivén de unas bambalinas que marcan el compás de los minutos derramados en sílabas de oboe. De fondo suena la Banda de Música de Santa Ana y el bellísimo paso de María Santísima de Regla se prepara para enfilar la calle Argote de Molina. Pronto todo pasa. La quietud virtuosa deja paso al vigor sosegado. La bulla se mueve y sólo queda el rumor de lo acontecido minutos antes. Sevilla se hace y se deshace con una rapidez extraordinaria. Era Miércoles Santo, y sin embargo la 1 de la madrugada anunciaba ya mantillas. Dicen que la Semana Mayor te devuelve a tu infancia, que vuelves a recordar y a vivir como un niño, pero no te dicen que con el tiempo de un anciano. Las calles se beben la cera y en tu memoria sólo permanecen los recuerdos de unos días marcados por la transfiguración de nuestro espíritu. Así me sentí yo cuando la Virgen de la Hermandad de los Panaderos reviró en la calle Alemanes y el reloj se replegó sobre sí mismo para anunciarme la llegada del principio del fin. Fue entonces cuando me di cuenta que el final insinuado durante los primeros días, se materializaba. Ya era Jueves Santo cuando volvía a mi casa y sólo quedaba una Cuesta del Rosario empinada que terminaría en El Salvador Resucitado. El Jueves Santo el reloj nos engaña y juega con nosotros escondiendo un día. Cuando despiertas, ya es Sábado Santo y el epílogo se escribe con azucenas en el seno dorado de La Soledad.
Creo que me estoy haciendo viejo, y no sólo lo digo por la suma lógica de años, o por los nuevos dolores que han surgido en esta Semana Santa, lo digo por otros motivos. Por el paso ineludible, y cada vez más fugaz, del tiempo, y por mi incapacidad de expresión emocional. Cuando somos niños, aquello que nos gusta lo decimos con sinceridad y desechamos los menesteres que obstaculizan nuestra comodidad, regurgitamos improperios sin ser prudentes y entendemos más cosas sin el raciocinio de la madurez. Ahora que soy adulto me cuesta expresar con palabras todo lo que quiero decir en este texto. No se equivoquen vuesas mercedes, no pretendo hacer ninguna crónica de la Semana Santa de 2010. Hay gente que sabe hacerlo mejor que yo, y luego están los periódicos, que demuestran tener grandes redactores con calidad literaria suficiente. Con este texto pretendía escribir mis sensaciones, mis vivencias desde que se abrieron las puertas en El Porvenir y se cerraron en San Lorenzo, pero me doy cuenta que me estoy haciendo viejo y que sólo he escrito dos párrafos de torpes emociones.
Tal vez ya es demasiado tarde para evocar aquellos momentos cofrades que han enraizado en mi alma este año, que se han clavado de la misma forma que las miradas del Domingo de Ramos lo hacían con la Virgen que vive en San Juan de la Palma. Son muchos los finales que tiene nuestra Pasión, pero cuando entra la Virgen de la Amargura, no sólo acaba el Domingo de Palmas, acaba algo de la Semana Santa. Algo se desvanece y se esfuma sin que te des cuenta. Algo se evapora ante tus ojos y sólo eres consciente cuando las puertas de la iglesia se cierran. Entonces sabes que tendrás que esperar un año para volver a ver a San Juan intentando animar a María con las chanzas y corrillos de la calle Feria. Y te quedas perdido entre tanta gente. En soledad, rodeado de personas. Pero este año tenía a mi amiga
Rocío. Me había acordado de ella algunas horas antes, cuando el Socorro del Amor endulzaba Cuna mientras Jesús de las Penas se escuchaba andar a través de Pantión. Nos miramos y recorrimos el inicio del Lunes Santo hasta el coche, haciendo balance de la jornada extinta ante las puertas de la Señora de la Amargura. La compañía de
Rocío fue otro regalo. Es bonito saber que los recuerdos más bellos de un día pueden ser compartidos con una persona querida. Gracias
Rocío.
Si el Lunes Santo me quedo con el inmortal reflejo de la Virgen de las Tristezas y la traición de Judas en la Alfalfa, el Martes Santo siempre tiene un recuerdo fijo que renuevo anualmente. A veces buscamos los momentos y los lugares más precisos del pasado para intentar vivir de la misma forma la felicidad de antaño. El flaco de Madrid, poeta canalla y pirata cojo, lo dijo en una ocasión, o tal vez lo cantó, que “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”, pero muchos de nosotros lo hacemos cada año, como peces de ciudad, cuando la Luna de Nissan ilumina el cielo sevillano. Quizás solemos caer en ese error, o puede que busquemos inútilmente sensaciones enraizadas en nuestra infancia, que tienen su eco en una madurez que se empapa de incienso nuevo cada año. Sin embargo, y pese a la frase de don Joaquín, creo que muchos de nosotros lo conseguimos, de forma diferente, pero alcanzamos emociones parecidas anualmente. La Semana Santa se repite todos los años, pero de forma distinta. Nosotros no somos los mismos. Nuestras circunstancias no son las mismas. La vida no es la misma. El tiempo no espera a nadie y la experiencia nos rebaja la candelería de la razón y la infancia la exorna de flores.
Pero el Martes Santo decía, tras divagar entre reflexiones barrocas y olvidar el hilo de este pensamiento abierto, que siempre tengo un recuerdo fijo. Hay un sentimiento que suele repetirse cada año, con sus matices diferentes, pero manteniendo su espíritu intacto. Me tiembla el pulso cuando intento comprender que Juan de Mesa creó la Muerte más Buena, o se me ahoga el aliento al ver llorar a la Candelaria por la calle Alcaicería, pero no son ninguno de esos dos los sentimientos exactos. Contemplé cómo se burlaban los judíos ante el Señor de la Ventana mientras todos los que estábamos en la Alfalfa nos rendíamos ante Él y Su Madre, que me conmovió como hacía años, pero tampoco era ese el sentimiento. Cuando la noche se cierra entre orcos sanguinarios que ignoran el mensaje trazado y la comprensión del respeto, Jesús es Presentado ante una turba ignorante y maleducada que se burla de Él y alborota la entrada del santo de Nursia. Allí es donde vuelvo a sentir, cada Semana Santa, lo que hace unos años palpé con el corazón. En esta ocasión me acompañaba un garabato artístico de aquel arroyo que bajara por el callejón de los nazarenos de la Fundación. Sin capirote y sin bocina, pero con la mirada de nazareno del Cristo de la Sangre, mi amigo
Antonio, una de esas personas que te hace sentir bien, exquisita compañía la fría noche del Martes Santo, padre de una fiebre literaria apadrinada por Peyré, fue testigo junto a mí de aquél recuerdo fijo, de aquel sentimiento del que hablo. Y no hay misterio señores. No se trata de algo oculto o prohibido. No es un caso excepcional ni prodigioso. No esperen que anuncie la panacea de la emoción o la inconmensurable sensación del misticismo ascético que pueda sentir un religioso fanático, atado a la columna vertebral de su ideología. Es algo mucho más simple y mucho más sencillo. Mi recuerdo oscila y gira en torno a la mirada de mi hermana cuando abandona el terciopelo morado de su capirote y el Ave María se ha cantado en la
Calzá. La devoción brilla en mis ojos porque ella hace que me sienta orgulloso. Ese recuerdo fijo que se renueva cada año tiene mucho que ver con las tardes de nuestra infancia, esas tardes de vídeos antiguos y la película de Juan Lebrón. Es mi hermana pequeña, la que me puede, culpable de ese sentimiento de cariño orgulloso. Tal vez sea porque en ese instante, la memoria me ofrece la visión de aquella infancia, lejana ya, que oculta la mujer que ya es y a la que quiero con locura.
Los crucificados del Miércoles Santo te dan que pensar. Sevilla convierte la Muerte en obra de Arte y los claveles rojos lloran con lágrimas de lirios. No pude ver a San Bernardo, el crucificado de la Escuela de Cristo que me recuerda una tradición de estreno, que vivió su segundo año allá en Cuaresma, cuando los sueños estaban por estrenar y las ilusiones se planchaban con papel de estraza. Decía que los crucificados te dan que pensar. La verticalidad mortal, que pende del madero presagiando el sudario del Sábado Santo, cae a plomo sobre la horizontalidad vital, el mar de personas que la rodea. Dos líneas perpendiculares que confluyen en el punto exacto marcado por el paso en movimiento. En Francos me reencontré con la Sed. Hacía mucho tiempo que no veía esta cofradía. ¿Hay algo más humano que tener sed? El Cristo de Nervión nos recuerda esa humanidad de Jesús, esa debilidad que demostraba su carácter más terrenal. Pero esa jornada está marcada por esa sensación que cité anteriormente, ver alejarse el palio de María Santísima de Regla. Otro de esos finales personales que me hacen consciente de cómo la cruz de guía del tiempo entra con adelanto en la razón de la sinrazón de esa Semana Eterna. Cuando el candelabro de guardabrisas del palio de Los Panaderos desapareció tras la esquina de Argote de Molina, la tierra, hasta entonces detenida en un suspiro ahogado por le exquisita revirá, reanuda su movimiento, pero mucho más rápido, para recuperar el tiempo congelado. Así fue como volví a casa, mientras recibía una llamada de cuatro hachones que esperaban en El Salvador. Por las calles vacías, ya brillaba el augurio de las peinetas.
A mi amigo Guille no le gusta la Semana Santa. Siempre ha hecho incursiones en los siete días de la Pasión de forma discreta, en ocasiones contadas y con motivo de casos muy concretos, como la salida de nazareno de un amigo o en la inmortal Madrugá. Quizás por estas premisas, me extrañó sobremanera que me llamara la radiante mañana del Jueves Santo, ofreciéndome ver la salida de Los Negritos. Y allí estábamos cuando el sol bañaba de luz una jornada brillante y exquisita, rodeados de trajes de chaqueta y mantillas. Me acordé de mi amigo
Álvaro cuando observé los balcones que se convertían en palcos provisionales, y en mi amiga
Mercedes, y busqué entre los encajes negros unos ojos verdes de gata, pero pronto aparecieron los característicos faroles de caoba y la efigie de Ocampo, don Andrés, el tío de don Francisco, de apellido Ocampo también, que se recordaría esa noche cuando ya no fuera Jueves Santo y el Silencio impusiera su cruz del revés en Sevilla y el Calvario fuera un monte de la Magdalena. Pero en ese momento estaba perdido en la curva sinuosa de Bizancio y en cómo una lluvia de pétalos grababa en mi cabeza mi primera salida de los Negritos. Y luego, una vez más, vi alejarse el palio entre peinetas, me acordé de mi amiga
Reyes y sentí como la gente se movía de un lado a otro buscando nuevos destinos. El manto de la Virgen de los Ángeles brillaba al sol y las bambalinas perfumaban el aire con su vaivén, mientras la banda cerraba mi jornada de Jueves Santo. A partir de ahí, nada es lo que parece y los días se confunden para trabarse con los minutos y perderse en el tiempo sin tiempo de lo irracional. Las imágenes se sobreponen y la realidad es una confusión desvirtuada en una cascada de acontecimientos. Deja de ser hoy sin ser todavía mañana y no ha dejado de ser ayer cuando vuelve a ser hoy. ¡Pero qué estoy diciendo! Sólo sé que salí de mi casa el Jueves Santo para volver cuando el Sábado Santo ya era una realidad escondida en las frías calles de Sevilla.
La noche más larga, que termina cuando Las Angustias sienten expirar al Gitano de la cava, empezó como siempre para mí. Dos medallas. Dos escudos. Mi madre me ayuda a ponerme la cola por detrás del cinturón de esparto, mientras mi padre me lo abrocha y me ajusta los bajos. Luego el camino es siempre el más corto, mi abuela me lo señala desde su casa, para cumplir el rito y la regla que dijera don Rafael. Los momentos siguientes serán un compás a boga de ariete, al cuadril mientras la respiración se hace ruán, dos golpes de canasto para bajar el reloj de cera y pasos cortos. Gracias por permitirme, un año más, volver a acompañarte Señor, gracias un año más, por dejarme marcarte el camino Madre del Traspaso. Basílica, cuando todo se ha consumido y Sevilla no sabe si anochece de nuevo o amanece, en el momento en que el sol se asoma por las azoteas de San Lorenzo para contemplar a la Madre de Dios, sin éxito, porque cuando llega a la plaza, solo quedan los vencejos que acompañan a los nazarenos. Siempre por el camino más corto. Y se acaba. Se consume de la misma forma que la luz nueva del Viernes Santo. Se presiente el final cuando mis lágrimas se evaporan tras el antifaz, cuando vuelvo a casa para ser consciente que el epílogo de esta rosa de Pasión está escrito en la cera sin derramar de La Soledad. Como la penúltima levantá de una cuadrilla, acudí esa misma tarde para contemplar el Romanticismo de Sevilla y derretirme con una resucitada Ione tras Buenaventura. Fue el Cachorro quien marcó el ocaso de una noche fría. Me hizo ilusión volver a contemplar a la Sagrada Mortaja después de muchos años, pero me quedo con un instante preciso. Un momento congelado en mi memoria que no hacía otra cosa que retrotraerme a esa revirá del Miércoles Santo. Otra vez un palio alejándose. Otra vez el final escondido en la cera cuajada, derretida y solidificada. El paso del tiempo, oculto en el resquicio abierto a mi mirada, se materializaba en el bosque que precedía la peana de la Virgen de Loreto. Podía contemplar el final. Otro de esos finales. Se había consumido el Viernes Santo. No podía imaginarme que para mí también concluiría la Semana Santa entre la candelería del palio de San Isidoro.
El Sábado Santo, la fiebre me privó de despedir mi Semana Santa frente a la puerta de San Lorenzo, como todos los años. Una llamada de
mi General me requería ante la oscuridad de una plaza que vive dos momentos muy diferentes en dos días unidos por el destino precipitado, y sin frenos, de algo inevitable, pero no pude. Y me quedé con la nostalgia de pensar que aún me queda un día más. Me quedé con la melancolía de sentir la ausencia de una jornada que se tornó febril. Y entonces todo se deshizo. Ya no hubo pasos. Ya no hubo incienso. Ya no hubo cera. Se alejó completamente el palio de Los Panaderos. Solamente hubo vacío, pero quedaron estos momentos que os he narrado entre reflexiones vagas de este
aguaó que se hace viejo. No hace mucho escuché que la vida no se mide por minutos, sino por momentos. Tal vez estos sean mis mejores minutos, o mis mejores momentos de esta Semana Santa, y sólo quería compartirlos con
vuesas mercedes.
Hace unos días, mientras estábamos sentados en el sofá, mi madre cosía hilvanando un volante de un traje de flamenca para la Feria de Abril. Dentro de mi ignorancia costurera, le pregunté si todo el hilo que estaba pasando de un lado a otro, tenía que quitarlo una vez la máquina de coser hacía su trabajo, a lo que mi madre respondió “sí… en esta vida todo es hacer para luego deshacer”. La Semana Santa se hace para deshacerse poco a poco, para volatilizarse y convertirse en un suspiro etéreo que permanece en nuestra memoria hasta el año que viene, y luego pasará como un suspiro, al nombrarla se desvanecerá, pero eso es lo que la hace grande. Eso es lo que hace que esperemos. Hoy ya es mañana y sólo queda esperar. Ya siento el principio de la cuenta atrás de la Luna de Parasceve, de nuevo estoy sentado en el banco de la espera, como haría un padre con su hijo. Y será en Sevilla, como dijo don Antonio Núñez de Herrera… “Tiene mucha importancia ser hijos de Dios… pero mejor ser sus padres. Porque ved que un día entre los días, como en la cumbre del monte sagrado, le dijeron a la ciudad: - Mujer, he ahí a tu hijo. Y era un lirio con siete pétalos a orillas del Guadalquivir”.